Manuel Marín - Análisis

Desmitificar el diálogo

Invocar el diálogo como un bálsamo sedante de las convulsiones en democracia se convierte en una ingenuidad cuando quien apela a negociar al margen de la ley lo hace sin ánimo real de pactar nada

Manuel Marín

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Conviene más leer entre líneas la carta remitida por Carles Puigdemont a Mariano Rajoy que atenerse textualmente a examinar su propio contenido en busca de conclusiones. Es más relevante lo que no afirma que lo que sí dice porque ya es evidente que se han agotado las oportunidades del Estado para rogar una regresión del independentismo a la legalidad.

El «diálogo» nunca está mal como mantra piadoso de ese buenismo universal que todo lo cura. No obstante, las ofertas de Puigdemont se han convertido en una trampa perpetua cuya única finalidad es manipular a la opinión pública, nacional e internacional, con el clásico recurso al falso victimismo del derrotado en busca de clemencia. Puigdemont finge ser el único interesado en hallar soluciones basadas en técnicas de negociación, diálogo, mediación o cualquier otra fórmula que emocionalmente tenga una connotación positiva en términos de imagen, reputación y propaganda.

Sin embargo, ni su oferta de «diálogo» mientras se mantiene en suspenso una declaración de independencia que sí se ha producido, ni el ofrecimiento del Gobierno a «dialogar» en el Parlamento son reales. No hay diálogo sencillamente porque no puede haberlo, mal que le pese al PSOE, porque es tarde. Ya hoy se sustentaría sobre un fraude masivo a la soberanía nacional. Sin una restauración de la legalidad pisoteada por la Generalitat y el Parlament, y sin una rectificación que pasase por asumir una derrota jurídica y política, el separatismo carece de legitimidad para ofrecer salidas pactadas.

El diálogo no puede transformarse en una cesión humillada para demostrar grandeza de corazón o milongas sentimentales. Tanto da si la declaración de una república catalana independiente es real o no porque la pretensión del secesionismo, ayer, hoy, y manaña, será exactamente la misma: separarse de España porque su odio no deja margen a soluciones factibles. Si el Gobierno y el PSOE aceptasen negociar, o una mediación internacional que ningunease al Parlamento bajo el estigma de este chantaje, incurrirían en una prevaricación emocional que, lejos de resolver el conflicto, les abocaría a una pérdida masiva de votos. La España con banderas rojigualdas en sus balcones o en los estadios de fútbol ya va a perdonar pocos errores.

Invocar el diálogo como un bálsamo sedante de las convulsiones en democracia se convierte en una ingenuidad cuando quien apela a negociar al margen de la ley lo hace sin ánimo real de pactar absolutamente nada. Los tiempos de espera han pasado y las próximas horas ya no son un ultimátum, sino una agonía. Puigdemont ha optado por no tratar su enfermedad de patriotismo catalán deconstruido y huye detrás de casi 600 empresas. Que lo resuelvan otros.

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