Miralles, en la habitación 102 del hotel donde fue cercado
Miralles, en la habitación 102 del hotel donde fue cercado - S. Trancho, C. Medori

Melchor Miralles: «Me están secuestrando»

El columnista de ABC relata el intento de rapto que sufrió en Chiapas

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Si a las tres de la madrugada suena la puerta, en México nunca es el lechero. Lo he comprobado junto al equipo de Cuerdos de Atar con el que estaba hospedado en el modesto hotel La Casa Rosada de Tapachula (Chiapas). Lo que sonó en la madrugada del pasado sábado fue el teléfono de mi habitación, y no era el lechero, no, era un tipo que se presentó como el responsable del cártel «que controla este Estado» de Chiapas. «Aquí no mandan la Policía, ni el Ejército, mando yo», me dijo antes de evidenciar que tenía mis datos personales. «No enciendas la luz, estamos fuera, güey, te vemos», me dijo. Si no colaboraba me matarían y asesinarían a mi familia: «puede morir mucha más gente».

Así arrancó la hora más angustiosa de mi vida.

Te lo dicen como en las películas. «Te brinco güey, nos chingamos a tu familia, puto, y te chingamos a ti, hijo de la gran chingada, te partimos la madre». Tardé unos segundos en despertar. Para salir de dudas le pregunté qué quería. Quería dinero, pero no solo eso: debía salir a la calle y subirme a un coche. Sentí un miedo indescriptible.

Lejos de La Bestia

Llevaba en Tapachula cuatro días junto a Itsaso Gallego, Noemí Redondo, Federico Cardelús, Carlos Medori y Santiago Trancho, grabando un documental sobre los migrantes que tratan de llegar a los Estados Unidos cruzando México encaramados a La Bestia, el tren de la muerte. Cuatro días metiendo el hocico en una cloaca en la que a los migrantes los atacan, los extorsionan, los violan, los mutilan, los decapitan o los desaparecen. Pueden hacérselo las maras, los sicarios, los cárteles, los narcos, la Policía Federal, el Ejército... Al día siguiente teníamos previsto subirnos a La Bestia, pero alguien quería impedirlo a cualquier precio.

El secuestrador insistía en que no encendiera la luz. Yo sabía que desde la calle se veía la ventana de mi habitación, así que obedecí. La habitación estaba oscura como la noche estaba ciega de luna. Tras diez minutos de conversación logré alcanzar mi móvil, enchufado sobre la mesilla del otro lado de la cama. Quizá en ese instante salvamos nuestras vidas. Marqué cinco veces sin respuesta. Eran las 3.46. A la sexta, ya a las 3.50, descolgó Itsaso. «Me están secuestrando», susurré. Y durante los 41 largos minutos coloqué el micro de mi iPhone en el auricular del fijo para que escucharan las instrucciones que estaba recibiendo.

El tipo me hizo algunas preguntas sobre el documental. Respondí con evasivas. Quiso saber si estaba yo armado y me explicó que el coche me llevaría a comprar un móvil con tarjeta mexicana, recargar además otros dos números. Debía entregarles mi dinero y debía llevar las tarjetas de crédito. Mi obsesión era alargar la conversación. Tenía claro que cuando uno se ve forzado a pisar el infierno no puede dejar de caminar. Estaba seguro de que mis compañeros estaban activando las alarmas: en México y en España.

«Iban a por ti»

«Si enciendes la luz entramos, hay balasera y mueres tú y mucha más gente». Juegan con el miedo. Una llamada como esta acojona. Si yo hubiera estado solo, mi reacción habría sido diferente. Me pide el número de mi móvil español. Le advierto que no va a funcionar porque está apagado y además mi contrato no incluye llamadas al o desde el extranjero. Insiste en que se lo de: «voy a marcar a ver si suena». Me la juego. Le doy un número que no es el mío, alterando una de las cifras, y rezo porque nadie en España responda a esa llamada. No suena nada. Finalmente, alterado, me ordena que me vista: «y abrígate». Le explico que tengo la ropa en el baño. Me dice que deje reposar el teléfono sobre la cama pero que no lo tape con la almohada. Lo tapo con la almohada y desde el baño, sin vestirme, hablo con Itsaso y Noemí. Treinta segundos. Me dicen que aguante como sea 5 minutos más, que nuestro contacto mexicano está llegando con la Policía

Retomo la conversación. Le pido que repitamos los números de teléfono que me ha facilitado. A las 4.27, Juan, nuestro colaborador mexicano, llega al hotel. En la puerta ha visto a una mujer caminando en la acera, pero sin separarse de la entrada. Lleva un móvil en la mano. Cuando entra nuestro hombre en el hotel, ella cruza la acera y hace una llamada. Al instante llega un taxi y desaparece.

Yo ya no podía alargar más la conversación. El tipejo con el que llevaba casi una hora hablando me dice que se acabó: «Güey, o sales o entramos. Pídele un taxi al chico de recepción. Y sal a la calle. En cuanto salgas llegará un taxi. Te subes y te llevará a donde te hemos dicho». Son las 4.32 cuando salgo de la habitación. No salgo a la calle, sino que me reúno con mis compañeros hasta que llega la Policía de la Fiscalía de Delitos contra el Migrante, que nos interroga con una frialdad asombrosa. Después me piden autorización para que entre la Policía Federal. Me desentiendo. Allá ustedes. No me fío de ninguno. Pasamos 14 horas retenidos en el hotel. Camino del aeropuerto, escoltados por tres vehículos policiales, la angustia aún nos atenaza. Debemos abandonar Tapachula cuanto antes.

Este intento de secuestro se ha cargado nuestro documental. Los agentes españoles que nos han ayudado nos aconsejan salir de México. Los mexicanos amigos, también: «No era un secuestro virtual o secuestro exprés para pillar unos dólares», me dicen. «Iban a por ti, a por vosotros, porque no querían que acabarais vuestro trabajo». Y lo han conseguido. Pero no solo eso. Han logrado que hayamos perdido la confianza. En México no nos fiamos de nadie. Aquí dicen que «al que le toca, ni aunque se quite; al que no le toca, ni aunque se ponga». Nosotros nos pusimos pero no nos tocaba. Aunque los que saben dicen que estuvimos a punto.

Ver los comentarios