Un momento del espectáculo «Farruquito y Familia»
Un momento del espectáculo «Farruquito y Familia» - JAVIER FERGO

Farruquito y Alba Molina: las anchuras del flamenco

La furia del bailaor y el temple de la cantaora contrastan en la noche del Festival Flamenco On Fire

PAMPLONA Actualizado: Guardar
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Flamenco On Fire puede vacunarte contra el cante, el toque o el baile por un buen periodo o hacer que te tatúes el escudo de Pamplona para recordar intensos momentos de disfrute. Si por la mañana el arte sale de los balcones y por la tarde en las conferencias y proyecciones, por la noche se asiste a conciertos. Después de eso, lo que venga.

Sobre el escenario principal del Baluarte dos guitarras apoyadas en sendas sillas recuerdan que Sabicas y Juan Habichuela presiden cada gala del Festival. El pasado viernes Farruquito presentó a su familia en un espectáculo coral en el que seis primos muestran que el baile macho es un sello reconocible en el flamenco y que ninguno de los bailaores desentona.

Son tantos en el escenario (13 exactamente) que si los citamos a todos nos quedamos sin crónica.

«Farruquito y Familia» es un trabajo medido y cuidado, con grandes voces de pellizco (pelín gritonas en algunos momentos), un eficaz juego de luces, videos que llaman a la memoria, mucho alarde físico y un ritmo endiablado. Ante un público tan predispuesto como el de Pamplona esa noche, el desplante que remata cada baile es la mejor palanca para generar el aplauso casi continuado. Obviamente hay mucho más. Solo ver a Farruquito quieto bajo el foco cenital acelera los pulsos del respetable. Esa manera de retorcerse, ese dominio corporal y la música de sus botas es algo que no se puede vivir habitualmente.

Conseguir que tus propuestas sean reconocibles es una virtud pero también puede tener inconvenientes. Es tan marcado ese sello del baile macho de los nietos de Farruco que en muchos momentos el espectáculo se hace repetitivo por culpa, principalmente, del abuso del zapateado.

Cuando parece que suena a despedida con la soberbia guajira de Antonio El Farru, el escenario se vuelve negro. Los cantaores se ponen de pie para recibir la soleá de Farruquito y alguien grita «majestad» desde el patio de butacas. Sin duda, el momento más rotundo y jondo del espectáculo, en el que el nuevo patriarca se acuerda de la importancia del baile «parao» de su abuelo. El cante recio y hondo de Antonio Villar le marca el camino. El regalo final lo pone el baile de su hijo Juan El Moreno (4 años), al que le canta el propio Farruquito. Todo un acontecimiento.

Curar heridas

No debe de ser bueno para las cabezas pasar en 15 minutos y 200 metros de distancia de la tralla de Farruquito al sosiego de Alba Molina. Alba anda revisitando los temas de sus padres, rejuveneciéndolos en cierto modo pero limitando mucho la capacidad de sorpresa. «Solo hay una que puede cantar estos temas y no tengo ni su talento ni su voz. Esto solo es una bonita manera de curar la herida», se justifica ante el público que abarrota el salón del Hotel 3 Reyes. La fragilidad de la cantaora (cuesta llamarla así porque ella misma parece no creérselo) es más evidente con el paso de los temas. Cuando cierra Romero Verde, necesita levantarse y dar la espalda al público. «No sabéis además el nudo que tiene una cantando ante tantos compañeros», se sincera. Arcángel, Pepe Habichuela, Dani de Morón o Farruquito se dan por aludidos. Joselito Acedo en lugar de achicarse con tanto profesional se motiva y siente cada nota en sus dedos como si fuera la única.

Poco a poco, se va soltando de los temas de Lole y Manuel y el concierto toma otros vuelos. Con «Para mi», canción que le compuso su padre y, sobre todo, al afrontar el «Romance de la Pena Negra» de Lorca, la emoción se instala en las gargantas y el público le reconoce el esfuerzo puesto en pie.

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