Juan Manuel de Prada - Raros como yo

Al salir del infierno

John Franklin Bardin fue el heredero desconocido de Poe. En sus novelas negras exploró la locura como pocos

Juan Manuel de Prada
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En su «Historia del relato policial» (1972), Julian Symons se refería a John Franklin Bardin (1916-1981) como «un escritor americano tan desconocido en su país que en toda mi vida no he encontrado a ningún paisano suyo que hubiera leído sus libros». Desde entonces, creo que no han cambiado excesivamente las cosas, aunque en España tuvimos la oportunidad de conocer a Bardin cuando la extinta editorial Versal tradujo sus tres novelas más memorables, «El percherón mortal», «El final de Philip Banter» y «Al salir del infierno», que no dudan en zambullirse en los abismos de las psicopatologías. Son tres novelas insólitas en su género, pletóricas de una desazonante magia que, como afirmaba Symons, desconcertará a los aficionados a la novela negra más convencional, pero que sin duda hará las delicias de quienes hayan disfrutado leyendo a Poe.

Porque, como el maestro de Baltimore, Bardin es uno de esos escasos autores que, aceptando las convenciones de la literatura de género, logra trascenderlas mediante la imposición de un clima esquizofrénico y opresivo.

Nacido en Cincinatti, la existencia de Bardin estuvo signada por la muerte de su madre, tras una penosa enfermedad mental. Gran parte de su juventud la dedicó Bardin a cuidar de la madre esquizofrénica; y sus novelas pueden interpretarse como exorcismos o purgas del corazón en las que trata de espantar el fantasma de la locura. Como tantos escritores anticipados a su época, Bardin tuvo que ganarse la vida con diversos oficios alimenticios: trabajó como dependiente de librería, también como agente publicitario, para acabar dando clases de escritura creativa y editando revistas médicas. Sólo durante una década –desde mediados de los cuarenta a mediados de los cincuenta– pudo consagrarse con cierta continuidad a la escritura, entregando a las imprentas hasta una docena de novelas de temática criminal; pero ninguna de ellas alcanzó el éxito ni obtuvo entonces la recompensa de una adaptación cinematográfica (tal vez porque evocaban un universo psíquico demasiado alambicado). Además de la magistral trilogía que mencionábamos más arriba, Bardin probó suerte con los seudónimos de Gregory Tree o Douglas Ashe, en varias novelas que se conformaban con ser –en palabras de Symons– «hábiles y amenas». Pero ni por esas. Y harto de la indiferencia de sus contemporáneos, enmudeció hasta que le sobrevino la muerte.

La fina línea de la locura

Pero su trilogía maestra nos sigue revelando al heredero más cabal de Poe, enfrentado a un cúmulo de obsesiones y paranoias que tiene algo de laberinto y algo de tumba prematura. Bardin es un escritor rugoso y ambivalente, desasosegante y malévolo, retorcido y «bizarre», cuyas páginas, pobladas por personajes asediados por los más variopintos trastornos mentales –de la neurosis a la amnesia–, exploran la neblinosa línea que separa cordura y locura, fantasía y realidad, con unas tramas envolventes y angustiosas que nos sumergen en un clima espectral, como de cloaca onírica.

«El percherón mortal» (1946) parte de una premisa que podría servir como argumento para una película de David Lynch: Jacob Blunt, su protagonista, es visitado por enanos que le encomiendan extraños recados: repartir dinero entre desconocidos, adornarse el pelo con flores, entregar a domicilio caballos percherones. Blunt acude entonces al psiquiatra Matthews, que así se verá involucrado en una pesadilla atroz, en cuyos recovecos extraviará su identidad. Se trata de una novela delirante y macabra, plagada de personales marginales, que podríamos emparentar sin empacho con el cine de Tod Browning; y por momentos está perfumada por la brisa del azar, como los mejores títulos de Auster.

Bardin es uno de esos escasos autores que, aceptando las convenciones de la literatura de género, logra trascenderlas

Amenísima y sobresaltada por giros inesperados, «El percherón mortal» no se arredra en explorar los retretes más pavorosos del alma humana; y de vez en cuando incorpora reflexiones dignas de Thomas de Quincey: «En último extremo, la psicología del asesino y la del bromista difieren sólo en grado. Ambos son sádicos; ambos disfrutan con lo grotesco y con el placer de infligir dolor a otros. Podría considerarse el crimen como la broma definitiva y, a la inversa, a la broma como la forma social del asesinato».

El personaje del doctor Matthews, y también esas atmósferas tan distintivas de Bardin, entre fantasmagóricas y guiñolescas, se repiten en « El final de Philip Banter» (1947), una novela envuelta en una atmósfera mental desquiciante: el protagonista, mujeriego y agente publicitario, se tropieza en su oficina con una confesión, al parecer escrita por él mismo, en la que se detallan una serie de acontecimientos que, increíblemente, empezarán a cumplirse, punto por punto, a la noche siguiente.

Más osado se muestra aún Bardin en «Al salir del infierno» (1948), una novela que nos sumerge en las percepciones averiadas de Ellen, una pianista que ha permanecido durante años internada en un manicomio: las disociaciones de personalidad, las pulsiones homicidas de Ellen son abordadas por Bardin con una escritura perfectamente lúcida, lo que centuplica la fuerza estremecedora de la novela, narrada desde el punto de vista de su protagonista esquizofrénica, como hacía Poe en sus « Narraciones extraordinarias». John Franklin Bardin fue un maestro del «thriller» psicológico, o más exactamente psiquiátrico, que supo adentrarse como nadie en un continente de zozobras y perplejidades nunca explorado. Quien lo probó lo sabe.

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