En «El hijo de Saúl», la cámara no se separa ni un instante del protagonista
En «El hijo de Saúl», la cámara no se separa ni un instante del protagonista
CINE

«El hijo de Saúl»: La mirada pasmada

«El hijo de Saúl» se distingue de otras películas sobre el Holocausto por un recurso estilísitico que la acerca más a algunas visiones documentales que a sus retratos en la ficción

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Después de ver « El hijo de Saúl», el rostro de Géza Röhrig, un actor húngaro de currículo relativamente corto, ya no nos abandonará de por vida. Interpreta a Saúl, uno de los «sonderkommandos» o «comandos especiales» que los administradores del campo de exterminio de Auschwitz tienen para ejecutar el trabajo cotidiano en una factoría de la muerte: pastorear a los presos hacia las duchas manteniendo la ficción de que sólo van a desinfectarlos, rebuscar entre sus ropas algún objeto valioso… (fundido en negro o elipsis o el recurso formal que prefieran para sugerir lo irrepresentable)… recoger los cuerpos exánimes arrastrándolos por el suelo, llevarlos a incinerar, esparcir las cenizas por el río. Los comandos los formaban judíos que gozaban de algún privilegio en el infierno del campo a cambio de sus servicios; pero su destino final iba a ser el mismo.

La conciencia de saber que vive una agonía prolongada más el suplicio de tener que negociar la letra pequeña del Holocausto (no los seis millones globales, sino las decenas, los centenares que gestiona a diario) es lo que explica la expresión en el rostro de Saúl, lo que le hará aparecerse en nuestros sueños. Y explica la obsesión que de pronto le posee: dar entierro conforme a su religión a un muchacho con el que parece tener una relación especial.

Oír sin ver

Lo notable de «El hijo de Saúl» es que se nos cuenta utilizando un dispositivo formal riguroso del que apenas se desvía un milímetro. Puede parecer frívolo fijarse en la forma ante un relato tan terrible pero, lo veremos enseguida, esta es la clave de la relevancia de la película. Lo que oímos es lo que Saúl oye: los ladridos de los «kapos», los aullidos que salen de las cámaras de gas, los secos disparos. Pero lo que vemos no es lo que el personaje ve (si es que sigue mirando) sino casi solamente, durante cien minutos, su rostro y su cogote, como esos documentales que siguen de cerca, pegándose a su cuerpo, a su protagonista. Pero eso lo hacen para no interferir en su actividad y para dar mayor impresión de una realidad capturada, como en la escuela fotográfica de la instantánea: ¿qué sentido tendría impostar ese realismo a lo hermanos Dardenne en una ficción de época?

Es ignominioso pretender mostrar lo indecible sin dejar de pretender ser reconfortante

Hay quien sugiere que se nos quiere proporcionar una experiencia inmersiva, sumergirnos en el mundo en el que malvive Saúl, lo que puede suscitar reparos: ante hechos como estos debe mantenerse una distancia. Sea como sea, y sin que ello nos suponga el más mínimo consuelo porque somos en todo momento dolorosamente conscientes de lo que pasa, lo cierto es que el genocidio se mantiene fuera de campo, por así decir, porque en el centro de la pantalla está siempre la cara de pasmo de Saúl que nos bloquea la dantesca visión que le produce ese gesto. Y cuando se mueve y la cámara corre detrás pegándose a él –porque si se separa incurriría en una toma general y veríamos el infierno–, produce a veces un extraño efecto: parece que nuestro desgraciado Saúl esta paseando ante una transparencia o un diorama. Pero reducir el campo visual –como seguro que hace el propio Saúl, que debe haber aprendido a mirar sin ver– no sólo ayuda a conservar cierta salud mental, sino que es una forma de enfrentarse a uno de los grandes dilemas de los últimos 70 años.

El final de la Segunda Guerra Mundial trajo el descubrimiento de los campos de exterminio provocando una fractura irreparable en nuestra idea de civilización y, por tanto, en las formas de representarla. Adorno escribió en 1949 su célebre frase –«Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie»– que luego matizaría, pero que planteó ya para siempre la responsabilidad del artista respecto a un hecho traumático como el genocidio organizado. En el campo del cine de ficción, el siempre perspicaz Serge Daney sugería que el cine moderno nacía precisamente a partir de una instancia ejemplar de ese ejercicio de responsabilidad: la escena de la tortura del cura en « Roma, ciudad abierta» y la discreta forma de retirarse de la escena del director Rossellini.

El mayor desprecio

El mismo Daney explicaba esta ética de la representación con un ejemplo negativo extraído de una crítica del «cahierista» Rivette: en « Kapo», una presa se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados y entonces «el hombre [el director, Gillo Pontecorvo] que decide hacer un «travelling» para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre, ese hombre merece el más profundo desprecio». Duro juicio, al que no escapará casi ninguna de las recreaciones de ficción de los campos, ya sea las que incurren en los defectos del género retro, como el «Portero de noche» de la Cavani, o las bienintencionadas incursiones de Benigni («La vida es bella») o del mismo Spielberg, que en «La lista de Schindler» se atreve a meternos dentro de una cámara de gas para proceder a una salvación en el último minuto. Parece ignominioso pretender mostrar lo indecible sin dejar de pretender ser reconfortantes: no es desde luego algo de lo que se pueda acusar a «El hijo de Saúl».

Adorno previno de la dificultad de hacer poesía, pero no predicó el olvido ni el silencio, ni prohibió el ensayo: los mejores acercamientos al agujero negro de los campos proceden sin ninguna duda de un grupo de documentales que no sólo están entre el mejor cine, a secas, sino que ofrecen un modelo de abordaje del trauma. Títulos como «Noche y niebla» de Alain Resnais o como « Shoah», la monumental (nueve horas) requisitoria con la que Claude Lanzmann pareció fijar también para siempre el arco del discurso posible sobre el Holocausto.

En la posguerra había florecido un cine que hacía balance utilizando el copioso material audiovisual dejado por la guerra más y mejor filmada de la historia (los propios nazis dejaron un gran legado audiovisual): Frank Capra supervisó en el mismo año de 1945 «Here is Germany», una de las primeras compilaciones que incluyó imágenes de los campos, y Erwin Leiser utilizó en «Mein Kampf» imágenes del gueto de Varsovia, rodadas por un cámara judío, que siguen helando la sangre.

Implacable

Pero Lanzmann decidió prescindir del material de archivo como arma de recriminación histórica que permitía «trials by document» (juicios basados en documentos, en expresión de Jay Leyda). Se limitó a interrogar, copiosa, minuciosa, implacablemente, a supervivientes, verdugos y campesinos polacos lindantes a los campos; y tomó de Resnais la idea de rodar en tiempo presente las instalaciones donde se había producido muerte a escala industrial en una serie de «travellings» no motivados por el punto de vista de un personaje que nos llevaban en un eterno carrusel por el camino de los hornos. La polémica ante esta negativa a mostrar documentos audiovisuales, y la arrogancia del siempre airado Lanzmann, avivó un debate memorable sobre la representación del genocidio, con elocuentes aportaciones de Godard y Didi-Huberman.

Pero el método lanzmanniano de conjugar por la palabra y la imagen presente aquel trauma pasado que no puede imaginarse (es decir, ponerse en imagen) produjo frutos en otras indagaciones de genocidios en Camboya («S21, la máquina roja de matar») o Indonesia (la más discutible «The Act of Killing») y, sin duda, está en la base de la visión restringida que nos impone «El hijo de Saúl».

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