Escena de «Byung-Chul Han en Seúl y Berlín», documental de I. Gresser
Escena de «Byung-Chul Han en Seúl y Berlín», documental de I. Gresser
LIBROS

Byung-Chul-Han reflexiona «Sobre el poder»

Con «La sociedad del cansancio» el pensador coreano Byung-Chul Han cartografió nuestro malestar. Adelantamos el arranque de su nueva obra, «Sobre el poder»

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Por «poder» suele entenderse la siguiente relación causal: el poder del yo es la causa que ocasiona en el otro una determinada conducta contra su voluntad. El poder capacita al yo para imponer «sus» decisiones sin necesidad de tener en consideración al otro. El poder del yo restringe la libertad del otro. El otro sufre la voluntad del yo como algo que le resulta ajeno. Esta noción habitual de poder no hace justicia a su complejidad.

El acontecimiento del poder no se agota en el intento de vencer la resistencia o de forzar a una obediencia. El poder no tiene por qué asumir la forma de una coerción. Lo que atestigua el hecho de que se forje una voluntad adversa que se enfrente al soberano es justo la debilidad de su poder.

Cuanto más poderoso sea el poder, con «más sigilo» opera. Cuando tiene que hacer expresamente hincapié en sí mismo, ya está debilitado. El poder tampoco consiste en la «neutralización de la voluntad». La neutralización de la voluntad consiste en que, en vista de que en el lado del súbdito existe un declive de poder, ni siquiera se llega al forjamiento de una voluntad propia, pues el súbdito tiene que amoldarse de todas formas a la voluntad del soberano. El soberano lo dirige cuando debe elegir las posibilidades de su acción. Pero también hay formas de poder que van más allá de esta «neutralización de la voluntad».

Es un signo de poder superior cuando el súbdito «quiere» expresamente, por sí mismo, lo que quiere el soberano, cuando el súbdito obedece a la voluntad del soberano «como si fuera la suya propia», o incluso la «anticipa». Al fin y al cabo, eso que el súbdito haría de «todos modos», puede sublimarlo convirtiéndolo en contenido de la voluntad del soberano, realizándolo con un «sí» enfático a este. Así es como, en el medio del poder, el mismo contenido de la acción obtiene una forma distinta gracias a que el súbdito afirma el hacer del soberano o lo asimila como si fuera su hacer propio. Es decir, el poder es un «fenómeno de la forma». Lo decisivo es «cómo se motiva» una acción. La frase que expresa la presencia en el espacio de un poder superior no es «de todos modos tengo que hacerlo», sino «quiero». La respuesta a un poder superior no es la negativa interior, sino la afirmación enfática. La causalidad no es capaz de describir adecuadamente esa respuesta, pues el poder no funciona aquí como un empujón mecánico que se limita a desviar un cuerpo de la dirección original de su recorrido, sino más bien como un campo dentro del cual tal cuerpo se mueve con «libertad».

El futuro del otro

El modelo de la coerción no hace justicia a la complejidad del poder. El poder como coerción consiste en imponer decisiones propias «contra» la voluntad del otro. Muestra un grado muy reducido de intermediación. El yo y el otro se comportan de forma antagónica. El yo no es recibido en el «alma» del otro. Por el contrario, más intermediación contiene aquel otro poder que no opera contra el proyecto de acción del otro, sino «desde él».

Un poder superior es aquel que configura el futuro del otro, y no aquel que lo bloquea. En lugar de proceder contra una determinada acción de otro, el poder influye o trabaja sobre el entorno de la acción o sobre los preliminares de la acción del otro, de modo que el otro se decide voluntariamente, también sin sanciones negativas, a favor de lo que se corresponde con la voluntad del yo. Sin hacer ningún ejercicio de poder, el soberano toma sitio en el alma del otro.

«Cuando el poder tieneque hacer expresamente hincapié en sí mismo ya está debilitado»

El modelo de la causalidad no es capaz de describir relaciones complejas. La vida orgánica se sustrae a la relación de causalidad. En oposición a la cosa inanimada y pasiva, el organismo no permite sin más que la causa exterior llegue a repercutir en él sin su intervención. Más bien reacciona con «autonomía» a la causa. Es justamente esta capacidad de respuesta autónoma a la motivación externa lo que caracteriza a lo orgánico. Por el contrario, una cosa inanimada no «responde».

La peculiaridad de lo viviente consiste en interrumpir la causa exterior, transformándola y haciendo comenzar en sí algo nuevo. Por ejemplo, aunque lo viviente necesita alimento, el alimento no es la causa de su vida. Suponiendo que aquí todavía se pueda hablar en general de causa, entonces es lo viviente mismo lo que tiene el «poder de convertir» lo que para él es externo en causa de determinados procesos orgánicos. Es decir, estos procesos orgánicos no son una mera repetición de la causa externa en lo interior. Más bien son aportaciones propias, decisiones propias de lo viviente. Lo viviente reacciona con autonomía a lo externo. La causa externa no es más que una de las muchas motivaciones posibles que lo viviente mismo determina para que sea causa.

Lo viviente nunca padece la causa externa de forma pasiva. Sin aportación ni decisión por parte de lo interior, la causa externa nunca llega a repercutir. No hay ninguna prolongación inmediata de lo exterior en el interior, como sucede en el caso de la transmisión de energía cinética de un cuerpo a otro. La categoría de causalidad resulta menos apropiada para describir la vida «espiritual». La complejidad de la vida espiritual provoca la complejidad del acontecimiento del poder, que no se puede traducir a una relación lineal de causa y efecto. Es esa complejidad lo que distingue el poder de la violencia física, con la que se podría conseguir la causalidad simple de fuerza o fortaleza y efecto. Es en esta reducción de la complejidad en lo que vendría a consistir la ventaja de la violencia física.

Constelaciones políticas

El complejo acontecimiento del poder tampoco se puede describir adecuadamente con una simple aritmética. Un poder opuesto que sea apenas exiguo puede ocasionar daños sensibles a una supremacía. Con ello, también un enemigo débil obtiene gran importancia y, por lo tanto, mucho poder. Asimismo, ciertas constelaciones políticas pueden otorgar mucho poder a un partido o a una nación débil. E interdependencias complejas se encargan de que el poder sea recíproco. Por ejemplo, si el yo requiere la colaboración de otro, entonces surge una dependencia del yo respecto del otro. El yo ya no puede formular ni imponer sus exigencias sin tener en consideración al otro, pues el otro dispone de la posibilidad de reaccionar a la coerción del yo, por ejemplo, renunciando a su colaboración, lo cual pondría al yo en una situación difícil. Así es como la dependencia del yo respecto del otro puede percibirla y aplicarla, este último, como una fuente de poder. Incluso los muy débiles pueden conmutar su impotencia en poder si hacen un uso diestro de las normas culturales.

Además, hay que tener en cuenta la múltiple dialéctica del poder. El modelo de poder jerárquico, según el cual el poder se irradia simplemente desde arriba hacia abajo, no es dialéctico. Cuanto más poder tenga un soberano, tanto más requerirá, por ejemplo, del consejo y de la colaboración de los subordinados. Podrá mandar mucho, pero, a causa de la creciente complejidad, el poder fáctico se transmitirá a sus consejeros, que le dirán qué es lo que debe mandar. Las múltiples dependencias del soberano pasan a ser fuentes de poder para los subordinados, que conducen a una «dispersión» estructural «del poder».

«Los muy débiles pueden conmutar su impotencia en poder usando las normas culturales»

Persiste con fuerza la opinión de que el poder excluye la libertad. Pero no es esto lo que sucede. El poder del yo logra su nivel máximo precisamente en la constelación en la que el otro se amolda voluntariamente a su voluntad. El yo no agobia al otro. Un «poder libre» no es ningún oxímoron. El poder libre significa que el otro obedece libremente al yo. Quien quiera obtener un poder absoluto no tendrá que hacer uso de la violencia, sino de la libertad del otro. Ese poder absoluto se habrá alcanzado en el momento en que la libertad y el sometimiento coincidan del todo.

Pero el poder que opera a través de órdenes y el poder que se basa en la libertad y la obviedad no son dos modelos opuestos. Solo son distintos en su «manifestación». Si se los eleva a un nivel abstracto, revelan la estructura que les resulta común. El poder capacita al yo para «recobrarse a sí mismo en el otro». Genera una continuidad del sí mismo. El yo realiza en el otro sus «propias» decisiones. Con ello el yo «se continúa» en el otro. El poder proporciona al otro espacios que son los «suyos», y en los que, pese a la presencia del otro, es capaz de recobrarse «a sí mismo». Capacita al soberano «a regresar a sí mismo» en el otro. Esta continuidad se puede alcanzar tanto con la coerción como con el uso de la libertad. En el caso de la obediencia que se cumple en libertad, la continuidad del yo es muy estable: está «intermediado» con el otro. Por el contrario, una continuidad del sí mismo mantenida mediante la coerción es frágil a causa de la deficiente intermediación. Pero en «ambos» casos el poder le ayuda al yo a continuarse en el otro, a recobrarse a sí mismo en el otro. Si la intermediación se reduce a cero, entonces el poder se trueca en violencia. La pura violencia desplaza al otro a una pasividad y a una falta de libertad extremas. No se produce ninguna continuidad «interior» entre el yo y el otro. El poder en sentido propio no es posible frente a una cosa pasiva. La violencia y la libertad son los dos extremos de una escala del poder. Una creciente intensidad de la intermediación genera más libertad, o más «sentimiento» de libertad. Así pues, es la estructura interna de la intermediación lo que determina la «forma de manifestación» del poder.

Un miserable trozo de carne

El poder es un fenómeno de la continuidad. Le proporciona al soberano un amplio «espacio para sí mismo». Esta lógica del poder explica por qué la pérdida total de poder se experimenta como una «pérdida» absoluta de «espacio». El cuerpo del soberano, que en cierta manera llenaba el mundo entero, queda reducido a un miserable trozo de carne. El rey no tiene únicamente un cuerpo natural que es mortal, sino también un cuerpo político y teológico que, en cierta manera, es coextenso con su reino. En el caso de la pérdida del poder, se ve rechazado y devuelto a este pequeño cuerpo mortal. La pérdida de poder se vivencia como una especie de muerte.

Es una creencia errónea suponer que el poder opera únicamente inhibiendo o destruyendo. Como medio de comunicación, el poder se encarga de que la comunicación «fluya» sin interrupción en una dirección determinada. Al súbdito se lo lleva (aunque no necesariamente de forma forzosa) a aceptar la decisión del soberano, es decir, esa elección de una acción que hace el soberano. El poder es la «oportunidad» «de incrementar la probabilidad de que se produzcan unos contextos de selección que por sí mismos serían improbables». El poder maneja o guía la comunicación en una dirección determinada, suprimiendo la posible discrepancia que hay entre el soberano y el súbdito a la hora de seleccionar la acción. El poder lleva a cabo la «transferencia de selecciones de acciones desde un punto de decisión hasta otros [para] restringir la indefinida complejidad de las posibilidades de acción humanas» [ Luhmann].

«Quien quiera un poder absoluto no ha de usar la violencia, sino la libertad del otro»

La «conducción» comunicativa del poder no tiene por qué producirse con represión. El poder no «se basa» en la opresión. Siendo un medio de comunicación, opera más bien de forma constructiva. Luhmann define el poder como un «catalizador». Los catalizadores aceleran el arranque de acontecimientos o influyen sobre el curso de determinados procesos sin que por eso ellos mismos resulten alterados. Con ello engendran una «ganancia de tiempo». También en este sentido el poder opera «productivamente».

Entre el júbilo y la coerción

Luhmann restringe el poder a aquella constelación comunicativa en la que, por así decirlo, flota en el aire una posible negativa por parte del súbdito. El poder como medio de comunicación se vuelve necesario cuando se ve que es improbable que la acción que se ha seleccionado será aceptada por el súbdito, es decir, cuando la comunicación se atasca. El poder debe transformar el «no», que siempre es posible, en un «sí». A diferencia de aquella concepción negativa del poder en la que este siempre dice «no», la función del poder como medio de comunicación consiste en incrementar la probabilidad del «sí». El «sí» del súbdito no tiene por qué ser jovial, pero tampoco tiene por qué ser necesariamente un efecto de la coerción. La positividad o productividad del poder como «oportunidad» se extiende a la amplia «zona intermedia entre el júbilo y la coerción». La impresión de que el poder es destructivo o inhibidor surge de que solo en esa constelación de la coerción, donde la intermediación es escasa, la atención se dirige expresamente a un poder que resulta agobiante. Por el contrario, ahí donde el poder no se presenta como coerción, apenas o muy poco se percibe como tal. El poder se disuelve en el consentimiento. Es decir, el juicio negativo sobre el poder surge de una «percepción selectiva».

«El rey no tiene únicamente un cuerpo natural que es mortal, sino un cuerpo político y teológico»

Max Weber define así el poder: «"Poder" significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad». Luego comenta que el concepto de «poder» es sociológicamente «amorfo». Por el contrario, el concepto sociológico de «dominio» -el cual garantiza «que un "mandato" encuentre docilidad»- es «más preciso». Esta apreciación no deja de ser problemática. Por supuesto, desde el punto de vista sociológico, el poder no es «amorfo». Esta impresión surge solo de una forma de percepción restringida. Un mundo diversificado produce unas bases de poder indirectas, que operan tácitamente y que resultan poco patentes. En función de esta complejidad y de este carácter indirecto se explica la impresión de que el poder resulta «amorfo». A diferencia del dominio que ejerce el mandato, el poder no se manifiesta abiertamente. Al fin y al cabo, el poder del poder consiste, justamente, en que también puede mover decisiones y acciones sin un «mandato» expreso.

El poder no se opone a la libertad. Es la libertad la que distingue el poder de la violencia o de la coerción. También Luhmann acopla el poder con esa «relación social» «en la que "ambas partes podrían actuar de forma distinta"». Por consiguiente, en el caso de acciones realizadas bajo coerción no se configura ningún poder. Incluso la obediencia presupone una libertad, pues sigue siendo una elección. Por el contrario, la violencia física destruye incluso la posibilidad de obedecer: se la «sufre» pasivamente. Hay más actividad y libertad en la obediencia que en el sufrimiento pasivo de la violencia. La obediencia siempre surge en el trasfondo activo de una alternativa. Incluso el soberano tiene que ser libre: si a causa de una situación se viera forzado a tomar una determinada decisión, entonces el poder no lo tendría él, sino -suponiendo que alguien lo tenga- la situación coercitiva. Él quedaría expuesto pasivamente ante ella. El soberano tiene que ser libre para poder «escoger» e imponer un determinado comportamiento. Al menos tiene que actuar dentro de la «ficción» de que «su» decisión es de hecho su elección, es decir, dentro de la ficción de que es «libre».

Ver los comentarios