Marsé y sus tardes con Teresa
Marsé y sus tardes con Teresa - NIETO

Las tardes con Teresa de Juan Marsé

Su historia es un deslumbrante ejercicio de inteligencia narrativa

MADRID Actualizado: Guardar
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La concesión del premio Biblioteca Breve a Juan Marsé en 1965 abrió un nuevo ciclo en la novela española de la posguerra. «Últimas tardes con Teresa», era ya un título hermoso, inquietante , mezcla de proximidad descriptiva y carga simbólica que caracterizaría siempre el tono del escritor. Hablar de esa irrupción de Marsé en el escenario cultural español de los años sesenta es imprescindible en una serie que recoge la forma en que ha ido templándose la idea de España durante todo un siglo. Porque a la reflexión sobre nuestra patria, surgida de la historiografía erudita, el ensayo sociológico o la filosofía política, ha de sumarse siempre la experiencia literaria, la expresión de una realidad vigorosa y una vitalidad insobornable que tomaron cuerpo en la lírica de los poetas o en la estrategia narrativa de los novelistas.

Una nación da pruebas de sí misma a través de esa paciente labor literaria, cuya imaginación detecta los invisibles resortes de una sociedad compleja , que adquiere significado a través de su propia narración. Por ello la España de los años sesenta la descubrimos en la cálida construcción de personajes cuyo poder evocador va mucho más allá de lo que, con segura imprecisión y cierta desgana llamamos individuos de ficción. La misión de la novela no es fabricar un mundo inexistente, sino ofrecernos otro modo de acercarnos a la realidad, con personajes de ficción solo verosímiles por la cuantía y calidad de vida auténtica que contengan.

La novela debe poner en las manos del lector una perspectiva de totalidad, que supere las limitaciones de nuestra visión cotidiana, y nos eleve hasta una contemplación moral de nuestro tiempo. La aparente ficción se convierte, así, en una realidad más rica: posiblemente conocemos mejor a Anna Karenina, o a Iuri Zhivago que a muchas de las personas con las que nos cruzamos todos los días. La buena novela inventa pero sin olvidar que la narración que solo quiere crear ficción produce incredulidad, deliberado reverso del mundo en el que vivimos –como sucede en la más digna labor de la novela fantástica– o, simplemente, muy mala literatura.

Algunas de las propuestas literarias que nos acompañan ahora, como los libros de Cercas o las entregas recientes de Muñoz Molina, han escogido hacer de la historia un espacio de recreación que la clarifica, sobre todo, en lo que se refiere a sus principios éticos y a su condición de acontecimiento vivido personalmente. Y, desde la soberbia biografía de Enrique IV escrita por Heinrich Mann, esa ha sido una forma de contemplar la tensión entre realidad concreta y juicio moral con el que necesitamos vislumbrar la consistencia de la historia humana.

La historia de Teresa Serrat y Manolo, el Pijoaparte, es un deslumbrante ejercicio de inteligencia narrativa, que nos lleva a a un momento concreto de la historia de España mediante unos personajes que sobreviven al tiempo y siguen respirando en la actualidad. Un lenguaje rico, entregado a una lírica bien administrada, asombrosamente lúcida en su emocionada contención, en su piedad, incluso en su amarga ironía , nos acerca a aquella Barcelona de la segunda mitad de los años cincuenta. La Cataluña con «charnegos» habitando las zonas sombrías de la ciudad, donde acababan las calles asfaltadas y comenzaba la precariedad constructiva, la improvisación humilde, la sucia evidencia de la injusticia encaramada en un urbanismo desalmado. La Cataluña con «torres» para su burguesía melancólica y reaccionaria, protegida en los barrios inmunes a la presencia de los trabajadores, recluida en su ensoñación de ser una aristocracia de orden, cultura y trabajo identificándola por encima de los dramas de la historia.

Un Pijoaparte enamorado al principio de Maruja, la sirvienta con su belleza demasiado firme, morena, instintiva, y anhelando después ser aceptado por Teresa, símbolo de un mundo odiado e inalcanzable, seguro y ajeno, con su hermosura rubia, meditada, inasible, construida durante generaciones de buena comida y modales tersos. Teresa Serrat, la que escandaliza a sus padres con su superficial compromiso político, la que irrita a sus parientes tratando de establecer lazos de solidaridad con los inferiores, la que se fascina por la relación embustera con un mundo del que tan fácilmente sabrá prescindir, cuando Manolo Pijoaparte deja de ser el imaginario héroe de la clase obrera y se convierte en el delincuente real, en el superviviente lascivo, en el desesperado que intenta bracear en la charca de una sociedad despiadada.

La historia de Manolo y Teresa sobrevuela el espléndido recurso literario de Maruja, la auténtica, la vigorosa e indefensa sirvienta, en cuya peripecia despliega Marsé su poderosa ternura. Maruja no es un personaje conformista, resignada a una posición secundaria en la existencia jerarquizada de aquella ciudad. Es un ser vivo que defiende su posibilidad de amar, de construir un espacio propio lleno de dignidad, hasta en las humillaciones sufridas que solo se aceptan cuando se dispone de la suficiente entereza. Por ello, su accidente mortal parece cercar con una severa advertencia el peligro de quienes, más que vivir al margen de las barreras de un mundo escindido, pretenden hacerlo sin ser fieles a ellos mismos.

El malentendido empieza en una impostura que comparten Manolo y Teresa. Una inmensa mentira con la que ambos tratan de superar su encasillamiento implacable. La tragedia llega en forma cruel, irónica, como una venganza tomada a uno y otro lado de la barrera de clase que les separa. La denuncia de Hortensia y el regreso de Teresa a la normalidad privilegiada de su vida de siempre. En aquella España en la que se apuntaban los signos de la reconciliación de la posguerra, Marsé se atrevió a abrir en canal el vientre de una Barcelona que ejemplificaba el desorden moral más íntimo, el contraste social más profundo, el espacio de exclusión y de vidas paralelas, líneas que ni siquiera tenían la esperanza de encontrarse en el infinito.

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