domingos con historia

Tierra de nadie

Con la Guerra Civil acaban los puentes de ciudadanía de la reforma social, la libertad política y la educación popular

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En el verano de 1936, los españoles renunciaron a hacerse una idea de la nación. Orillaron la tensión con la que los intelectuales de final de siglo se habían preguntado sobre la naturaleza histórica o esencial de España. Abandonaron la tensión modernizadora y el entusiasmo cívico de los pensadores y hombres de acción de la generación de 1914. Olvidaron la pasión necesaria para constituir un verdadero pueblo, distinto a la irrupción de las masas instintivas que se abalanzaron sobre el escenario europeo, entre las dos guerras mundiales.

Cancelaron la aspiración integradora de una cultura que había devuelto a España un lugar destacado en la experiencia artística y literaria de los años veinte y treinta. Dejaron, en el ángulo más oscuro de su conciencia colectiva, el esfuerzo por la reforma social, la libertad política y la educación popular con que se habían tendido algunos de los mejores puentes de ciudadanía desde comienzos de siglo.

Ni el socialismo moderado, ni el sindicalismo independiente, ni el republicanismo razonable, ni el monarquismo liberal ni el catolicismo político tuvieron fuerza para oponerse a la desfiguración de sus propósitos. Con abochornada resignación, muchos de los intelectuales que decidieron tomar partido doloroso, sin fe, sin esperanza plena, buscando ya solo el mal menor, vieron en aquella guerra el desenlace de un conflicto permanente entre dos Españas irreconciliables.

La memoria de un siglo XIX jalonado de guerras civiles se acompañó de una teorización de la incapacidad de los españoles para la convivencia y de la necesidad de un baño de sangre que ejerciera el papel de una profunda y necesaria purificación.

Progreso y reacción

«Se abandonaban las posibilidades abiertas para integrar a todos los españoles en un espacio de encuentro»

En el lenguaje de la izquierda, la revolución adquirió así la paradójica legitimación de una continuidad histórica: la ruptura se presentó como culminación de una larga contienda entre el progreso y la reacción. La guerra era la expresión de la imposibilidad evolutiva de España, de su falta de realización histórica, de su impotencia para entrar en el reino del futuro, si no se producía un divorcio violento del principal obstáculo para la afirmación de una patria moderna: la identificación con los valores del catolicismo.

Todos los ingredientes sociales, económicos, políticos y culturales de la frustración nacional se atribuían a la pesadumbre de una Iglesia que ejemplificaba la cerrazón intelectual, la injusticia social y la defensa de un sistema autocrático.

Al otro lado, los alzados contra la Repúblicareiteraban ese mismo discurso, viendo su causa como ocasión de redención de España, cuya decadencia solo podía entenderse por el abandono de los valores tradicionales vinculados a la Contrarreforma.

El progresismo liberal del XIX se transformaba en un comunismo revolucionario bien provisto para las condiciones del enfrentamiento bélico y sus exigencias de disciplina de acero. El conservadurismo y el tradicionalismo ochocentista encontraban, ahora, en el fascismo un instrumento congruente con el nivel de violencia y exclusión requerido por la década de guerras europeas que se inició en España.

Los proyectos apresurados de quienes más se comprometieron, en uno y otro bando, en la labor intelectual de legitimar aquella barbarie, se basaban mucho más en esa trayectoria de continuidad de dos Españas irreparablemente enfrentadas que en lo que 1936 tuvo de salvaje quiebra, de gesto deforme, de viaje desorientado, que abandonaba las verdaderas posibilidades abiertas desde la crisis de fin de siglo para integrar a todos los españoles en un espacio de encuentro.

Dos Españas habían sido esbozadas por Menéndez Pelayo, por los hombres del 98, por los regeneracionistas y por Ortega, como una temática que había de impulsar a los españoles a renunciar a su mutua labor paralizadora. Esas dos Españas tomaron nueva forma, se atrincheraron en campos opuestos, se observaron en un espejo que devolvía solamente el rostro del enemigo a exterminar.

La España de la tradición y del progreso, la España católica y laica, la España monárquica y republicana, la España liberal y conservadora, dejaron de ser versiones de un mismo proyecto nacional, para presentarse como amenazas a la supervivencia de los españoles. La dialéctica de la España y la Antiespaña fue esgrimida por los intelectuales del movimiento insurreccional de 1936 para identificar a sus adversarios con una obscena extranjería, heredera de todos aquellos esfuerzos que habían sepultado la esencia de España bajo la falsa modernidad de la Ilustración y el liberalismo.

Mercenarios ideológicos

«Los sueños de una España mejor se fundieron en aquel inmenso ritual funerario»

Los escritores de la resistencia republicana definieron a sus adversarios del mismo modo: un apéndice de la barbarie fascista, un rescoldo avivado del incendio que estaba haciendo arder la civilización europea. Ni unos ni otros eran auténticos españoles, sino mensajeros del miedo de potencias extrañas, mercenarios ideológicos de una conciencia ajena, invasores a sueldo de imperialismos foráneos.

España era reclamada como patria de todos. Por la independencia, por la voluntad de vivir, por la salvación y por la grandeza de España decían luchar todos. Por su unidad y por su avidez de justicia. Por su vigor histórico y por la empresa común que prometía. Por su libertad y por su cultura.

Por todo ello, desde hacía sesenta años, los intelectuales españoles habían publicado centenares de libros, miles de artículos, y pronunciado innumerables conferencias a lo largo y ancho de esta nación. Cuando se repasa, como lo hemos hecho, la fecundidad abrumadora de aquella toma de conciencia, la Guerra Civil aparece como un estuario moral que frustró las posibilidades y las esperanzas de un largo trayecto regenerador. Nada había de inevitable en aquella barbarie.

Nada había que no pudiera corregirse con un sentido de patriotismo y responsabilidad. Nada podía justificar el sacrificio de una generación entusiasta, cuyos sueños de una España mejor se fundieron en aquel inmenso ritual funerario. Entre una y otra trinchera, entre uno y otro bando, España era una inmensa, solitaria y silenciosa tierra de nadie. Nunca tanta muerte en vano había pronunciado fervorosamente su nombre. Nunca tanta fe en su destino había exigido un purgatorio de aquellas dimensiones.

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