El maitre Pascual Castilla sujeta un catavinos, en el patio de las bodegas Osborne. :: C. C.
Sociedad

La vida de Pascual

Pertenece a la generación de los últimos reductos de la vieja guardia que se formaron a sí mismos a base de ser listos en la vida

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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Coge la copa con elegancia, como se debe, por el pie, para que el vino no sienta el calor de la mano. Se ha pedido un cream. Viene vestido con terno de color azul, «azul cielo», aclara. Corbata con motivos de Osborne, un guiño a la bodega en la que hemos quedado para la entrevista. Zapatos negros, muy brillantes y 'mu escamondaos', pañuelo en el bolsillo, un catavino de plata en la solapa, pelo ya a juego con la plata del catavino, 'peinao patrás'.y un poquito de colonia. «Siempre la llevo pero no me preguntes el nombre porque me la compra Rosi».

Mientras repasa su vida.tiene mucho que contar, no pierde ojo de lo que pasa alrededor. Su olfato de maitre no lo abandona en ningún momento. Es como un director de orquesta atento a que nada estropee la melodía. Pascual Castilla Torrejón es uno de los pocos maitres que quedan en Cádiz de la vieja guardia, de los que se formaron a sí mismos a base de ser listos en la vida y de pegarse 'cachetás' para combatir la ignorancia.

El próximo septiembre se jubila. El 11 de ese mes cumple 65 años, 54 de ellos trabajando en lo que más le gusta. Siempre involucrado con la profesión. Es el presidente de la Asociación de Mandos Intermedios y trata de 'pringarse' en lo que haga falta. Ahora, está en el restaurante La Fondue donde llegó de la mano de Pepe Macías, su primer propietario.

Aprendió a ser 'listo' desde chiquitito. Nació en el número 14 de la calle San Onofre, en el barrio de las Callejuelas de San Fernando, muy cerquita de la casa de Camarón con el que luego compartiría muchas noches en la Venta Vargas. En una familia de once hermanos, hijo de Cristobalina 'la del Loco' y Antonio 'El Currititi', que se buscaba la vida como guardia en obras de la construcción, la principal preocupación de su madre era que sus niños comieran todos los días.

Más de una vez acompañó a Cristobalina a la fábrica de 'Paquiqui' donde descabezaba las caballas de las conservas Virgen del Carmen. Estudiaba en el colegio del Liceo y allí se metió a monaguillo. Eso alegró mucho a su madre porque así al niño le daban de comer.

Casi un niño

Con tan sólo 11 años Pascualín empieza a trabajar, y ya en la profesión. En el Casino de Artes y Oficios de San Fernando necesitaban a un botones y allá fue. Dejó el colegio y allí se quedó por un sueldo de 75 pesetas. Le hizo especial ilusión llevar uniforme y más a su madre que abandonaba la preocupación de buscarle ropa.

El niño empieza a destacar, porque «se quedaba pronto con el cante». Lo de dominar la escena lo llevaba en los genes. Con tan sólo 12 años, en la pastelería La Mallorquina necesitaban a un pinche y el puesto fue para él. Cristobalina no cabía en sí. El niño iba al sitio «más de pitiminí». Pero a Pascual lo de la cocina no le terminaba de convencer. A él lo que le gustaba era el contacto con el público y sacarle brillo a los cuchillos de plata, que se metían en polvo de tiza para que quedarán 'enniquelaos'. Sin embargo La Mallorquina cambia de dueños y Pascual también cambia de trabajo. Pasa por la cafetería Capri de San Fernando e incluso se va a trabajar a Sevilla y luego a Cádiz donde estaba interno. Recuerda como en El Caleta, donde era camarero, había personas cuya única función era estar todo el día pelando marisco para cubrir la demanda de las famosas gambas al ajillo del local.

El joven Castilla comienza a destacar. En la Venta Vargas de San Fernando estaban buscando un camarero. Allí se presenta Pascual que buscaba «prosperar en la vida». Se presenta a María Picardo, una de las figuras históricas de la gastronomía de la Bahía y la inventora de las tortillitas de camarones. A María le cae bien Pascual, que sabe «tocarle la fibra» cuando le cuenta que es el del barrio de Las Callejuelas igual que ella. Se coloca en la venta. Cuando habla de su trabajo allí a Pascual se le nota especialmente contento. Pascual señala que las propinas eran lo mejor. «Yo podía ganar 150 pesetas diarias y en propinas me llevaba 3000 para casa». Es también la época en que conoce a Rosi Luque, su mujer, a la que adora, por como es y también por como cocina. «No veas como hace las cocochas al pil pil», comenta mientras se le iluminan los ojos.

Luego se atrevería a abrir negocio propio con un socio, pero la cosa sale mal porque al lado del local colocan un vertedero de basuras. Pascual pasa otra época de gloria en el Isecotel de Cádiz, cuando regenta el Club Náutico y conoce al empresario Antonio Blázquez. Con él pone en marcha el restaurante El Patio en El Puerto, otro local en el que triunfó. La crisis del 92, «aunque esa no tenía que ver ni de lejos con lo que estamos pasando ahora en la hostelería», señala Pascual, toca a El Patio. Blázquez deja el proyecto y son los propios trabajadores los que siguen en cooperativa hasta el 97 en el que el restaurante de El Puerto cierra.

Pero el maitre nunca se quedó sin trabajo. Ficha entonces por un restaurante que estaba empezando, La Despensa, frente a la playa de Santa María del Mar. Reconoce que ya las piernas le dan algunos disgustos: «Son muchos años y además sin descansar. Me gustaba tanto esto que los días libres que me iba con Rosi a los sitios que estaban despuntando para ver cómo lo hacían». Señala que le costará trabajo dejar su profesión de toda la vida «pero seguiré participando y colaborando en todo lo que pueda».