Cúpula de la basílica de Loyola, centro espiritual de los jesuitas, en Azpeitia (Guipuzcoa). :: JOSÉ USOZ
Sociedad

Un extraño entre los jesuitas

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Cuando el pasado miércoles, a las 20.17, hora de Roma, el mundo conoció la noticia de que el nuevo Papa era el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, una de las personas más sorprendidas fue Adolfo Nicolás, superior de la Compañía de Jesús, a la que pertenece el Pontífice. Quizá también fue uno de quienes sintieron mayor preocupación porque se enfrenta a un hecho nuevo en los casi cinco siglos de vida de la orden: el de que un miembro de la misma se siente en la silla de san Pedro. Una circunstancia singular dado que la Compañía siempre ha defendido que sus 'soldados' no ocupen puestos prominentes en la jerarquía eclesial, salvo en tierra de misiones, y porque a lo largo de su historia las tensiones con Roma han sido frecuentes. Como dice un profesor universitario, miembro de la compañía, el cuarto voto -la fidelidad estricta al Papa, que se suma a los habituales de obediencia, pobreza y castidad- «a veces se ha entendido con cierta ambigüedad».

Si alguien hubiese pedido a la jerarquía de la Compañía de Jesús un nombre para ser Papa, la primera respuesta habría sido que ninguno de ellos. Y si, pese a todo, se hubiese insistido en la petición, es seguro que el de Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y cardenal elector, no habría figurado entre los cinco primeros. Ni entre los diez. Ni siquiera entre los veinte.

Viejas tensiones

La razón están en su carácter atípico dentro de la orden y el recuerdo de viejas tensiones con el padre Arrupe, mientras este fue general de la Compañía, que permanece aún vivo entre los jesuitas de más edad. El viejo enfrentamiento, que le ocasionó cierta mala fama a este lado del Atlántico, comenzó casi de inmediato tras el acceso del entonces jesuita Bergoglio al cargo de provincial. En aquel momento, año 1973, la Teología de la Liberación se encontraba en plena efervescencia. El movimiento no había llegado a Argentina, donde nunca tuvo demasiado auge. Sin embargo, con el apoyo del nuevo provincial comenzó a prosperar allí una corriente que propugnaba una aproximación mayor a los pobres, pero desde una óptica lo más alejada posible de la política.

Ese planteamiento fue muy bien recibido por algunos jesuitas y bastante mal por otros, que reclamaban que era necesario además denunciar y luchar contra la injusticia. Las divergencias se fueron agrandando y su eco llegó hasta Arrupe, que se vio obligado a intervenir. Al general no le gustaba la «visión sacramentalista y acrítica» de Bergoglio y mucho menos la brecha abierta en la Compañía. Cuando tras él llegó como provincial el holandés Andrés Swinnen, la división continuaba. Tardó muchos años en cerrarse.

Sin embargo, el nuevo Papa ha mantenido durante todos estos años un gran carisma entre parte del clero argentino. Las acusaciones por su posible actitud acomodaticia ante la dictadura se vieron reforzadas por el hecho de que apartó a varios sacerdotes de las parroquias de las 'villas miseria' (barriadas de chabolas que desde los años treinta acogen a los desheredados) por su excesiva relación con movimientos de izquierda radical. Pero nunca le faltaron apoyos sinceros en su defensa ni testimonios públicos de que salvó a no pocos curas y civiles de la represión.

El pulso mantenido con Arrupe y las sombras sobre su actitud en el período entre 1976 y 1983 le hicieron escasamente simpático a los jesuitas de otras latitudes. Su postura heterodoxa como dirigente local de la orden, entregado a lo pastoral y con escasa reflexión doctrinal -lo que siempre ha sido el punto fuerte de la Compañía- tampoco le granjeó el favor de la jerarquía europea.

Cambio de rumbo

¿Cómo es posible que haya llegado a Papa no estando demasiado bien visto en su propia orden? «Fue promovido a obispo porque los jesuitas no lo querían», responde tajante un investigador, no sin antes recordar que once años antes, en 1981, la Compañía fue intervenida de hecho por Juan Pablo II. La orden hizo su particular transición, pero con el siguiente general, Peter Hans Kolvenbach, tampoco la relación fue buena.

El ascenso a obispo primero y cardenal después es excepcional en la trayectoria de la Compañía por la ya citada recomendación de no aceptar cargos en la jerarquía eclesial fuera de las tierras de misión. De puertas adentro, los nombramientos se aceptan por disciplina pero sin agrado. Lo mismo ha sucedido más cerca con la ordenación de Juan Antonio Martínez Camino, el actual secretario de la Conferencia Episcopal Española.

Pero, llegados a este punto, nadie duda de que la Compañía reaccionará a la novedad con flexibilidad y disciplina. Eso sí, existe el convencimiento general de que el nuevo pontífice enviará a los jesuitas a puestos más próximos a los pobres, sin descuidar sus tareas clásicas de evangelizar desde la escuela y la Universidad y permanecer en primera línea en el desarrollo del pensamiento teológico.

En su tarea contará con el apoyo sin resquicios de la Compañía. Un jesuita muy relevante explicaba a este periódico que parte con la ventaja de proceder de fuera de Europa, que es donde están los vicios mayores que han colocado a la Iglesia en una posición delicada. Sus discursos, añade la misma fuente, no serán seguramente de gran calidad; no tendrán la finura intelectual y teológica de los de Benedicto XVI ni estarán adornados con la fuerza y el carisma de los de Juan Pablo II, pero puede ser el pontífice que cambie la forma de entender la religión. La de todos los católicos, incluidos los jesuitas.