Tribuna

Democracia enferma

PARLAMENTARIO PSOE Actualizado: Guardar
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Ala luz de los estudios de opinión, es necesario y urgente adentrarse en un debate público sobre la dignidad de la política, aunque se corra el riesgo de la descalificación o el rechazo. La democracia está enferma por el despego ciudadano, que exige su urgente regeneración. La inmensa mayoría, que no se siente culpable de la catástrofe, exige responsabilidades y respuestas en clave de futuro. La política tiene y tendrá un papel determinante, salvo que estemos condenados al desastre.

Provocado por los errores inocentes y los abusos culpables de los políticos, o fruto de la estrategia interesada de los poderosos, el problema existe y la primera respuesta debe ser asumirlo como tal para intentar resolverlo en la medida de lo posible, empezando por identificar sus causas y amortiguar sus consecuencias, aunque sólo sea porque aún creemos que la democracia es la menos mala de las soluciones que le han dado los seres humanos a la regulación de la convivencia en libertad.

La comunicación es determinante para la calidad de la democracia. En la era de la comunicación, auspiciada por una nueva revolución tecnológica que permite una participación directa de los ciudadanos en cualquier asunto que despierte su interés, sorprende observar cómo el sectarismo y la desinformación toman carta de naturaleza, hasta oscurecer la realidad social, económica y política y poner en cuestión la altura moral de sus actores. Hay que defenderse de esa comunicación cautiva, comprada, manipulada, al servicio de los intereses económicos y políticos de unos cuantos.

La comunicación milita cuando adoctrina y extorsiona, cuando simula y envilece, cuando informa y entretiene. Ha tenido y tendrá un papel destacado en la conformación de las mayorías políticas, de las escalas de valores y hasta del bienestar social. Cada vez es más determinante en la valoración de los compromisos y en el fomento de la representatividad.

A estas alturas ya deberíamos tener claro que ninguna revolución tecnológica implica su automática y mucho menos, gratuita socialización. Cuando los cambios tecnológicos nos permiten transmitir cualquier idea o mensaje a tantos, sería de ingenuos pensar que no será usada para el interés privado, aunque ello comporte el engaño y la desinformación. La tecnología es inocente, sus usuarios no.

Es a la vez estimulante y descorazonador recibir a diario un tropel de correos y mensajes rebosando mentiras disfrazadas de verdades como puños, en los que se presentan estadísticas fraudulentas sobre el número de políticos, sus sueldos y prebendas. Deberíamos estar vacunados, pero sólo disponemos de algunos criterios de andar por casa y la experiencia de que no siempre tienen más razón quienes más gritan, lo hagan «a cappella» o acompañados por la tecnología.

La verdad es que el modelo de selección no favorece la incorporación de los mejores a la actividad política, por el papel determinante de los aparatos de los partidos, por la escasa estima social, por los riesgos familiares y personales que asumen al estar a merced de la actualidad desbocada, de los intereses privados y de los celos públicos. Sólo la vanidad humana o el compromiso ideológico pueden explicar que personas relevantes en el plano profesional, intelectual o económico, tengan interés en dedicarse a la política.

A la luz de los estudios de opinión, habría que concluir que la democracia representativa está enferma, que "entre todos la mataron y ella sola se murió". La democracia garantiza los derechos de hasta sus peores enemigos, que se aprovechan de las libertades que pretenden abolir o adulterar. Siempre ha existido una estrategia del desapego, orientada a reducir la participación como medio para cuestionar la representatividad de los elegidos.

Aunque parece existir un amplio consenso en el diagnóstico, es difícil encontrarlo en las terapias, que se presentan en una gama amplia y siempre disfrazada de buenas intenciones, que van desde el bisturí de «todos los sospechosos de corrupción a la cárcel», a los cataplasmas del «mirar para otro lado hasta que escampe y la gente vuelva a votarnos».

Los enemigos de la democracia conspiran contra ella, instalados en la crisis, aprovechando el descontento ciudadano derivado del desempleo y la marginación social. Han encontrado o fabricado un clima de desconfianza, de desapego por la política y por lo público, ayudados por la corrupción y los abusos de algunos políticos que no han sido apartados a tiempo de sus responsabilidades por las direcciones de sus partidos.

Este problema, que existe en todos los partidos en proporción a las responsabilidades públicas que asumen sus afiliados, no afecta a todos por igual en el plano electoral. Los votantes de la derecha conservadora se muestran más comprensivos con estas actuaciones que asumen como inevitables, mientras que los de la izquierda progresista, castigan con dureza a sus representantes inmersos en casos de corrupción.

Resulta descorazonador que, aun siendo conscientes de esta realidad incontestable, las direcciones de los partidos se muestren reacias o cuando menos, lentas en dar respuestas contundentes a las situaciones sobrevenidas, amparando a sus militantes afectados con el argumento de la presunción de inocencia o las sofisticadas diferencias entre encausado, imputado y condenado. La lentitud de una justicia desprestigiada, que transfiere a un futuro lejano e indeterminado el resultado del escándalo mediático, abona la desconfianza y la sensación de impunidad.

Acosada por la crisis, la corrupción y el escándalo, la democracia necesita rehabilitación, incorporar cambios que favorezcan la información, la participación y el compromiso. El mayor riesgo es la dictadura del pensamiento único, enemigo de la diversidad ideológica y del debate, partidaria de suprimir la política a la que hace responsable de todos los males.

Aun a riesgo de caer en la melancolía, es necesario desenmascarar a los culpables y asignar responsabilidades para recuperar al enfermo, sin caer en el viejo vicio de ignorar la viga propia y escandalizarse por la brizna ajena. Ya está bien, hay que decir basta, a quienes asignan a los políticos todos los males y perversiones, aunque siempre tendrán alguna responsabilidad por acción u omisión.

Es la hora de decir claro y alto que la crisis financiera no la ha provocado la política, sino su ausencia, que las soluciones son políticas y tienen que venir de la mano de la política, porque alguien tiene que decidir, que tener la última palabra y conviene que esté sometido al escrutinio y al dictamen de los ciudadanos con sus votos. En el parlamento está representada la soberanía popular y de ella emanan todos los poderes públicos, frente a quienes defienden una suerte de corporativismo de castas, ya sean de militares, de jueces o de profesionales de la comunicación.