Tribuna

Divorcio entre los españoles y los intelectuales

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Con excepción de las más tempranas entidades tribales, posiblemente nunca ha existido una sociedad organizada que no produjera sus intelectuales. Aunque este término es relativamente reciente -surge a finales del siglo XIX-, su función no lo es. En el esquema de división del trabajo de las sociedades complejas, siempre ha habido individuos cuya labor principal y forma de ganarse la vida ha sido crear y manejar de símbolos y signos culturales. En todas las comunidades humanas sedentarias han emergido elites culturales capaces de desarrollar una ideología y una moral común. Constituidas como grupo social influyente, suelen actuar en connivencia con los poderes efectivos de la comunidad. Este hecho ha sido estudiado por muchos intelectuales, empoderados a un tiempo como sujetos que estudian y objeto estudiado, aunque quizás Gramsci es el que más claramente ha expuesto la tesis de que en toda sociedad, el control a largo plazo de los resortes del poder requiere no sólo el uso efectivo de la fuerza, sino, sobre todo, el control de las conciencias mediante la formulación de normas éticas aceptables por la mayoría.

Esta labor de iluminación o de modelado moral es decisiva para el funcionamiento pacífico de cualquier comunidad humana, pero necesita que exista buena armonía entre la elite cultural que se encarga de realizarla y los ciudadanos llamados a seguir sus pautas, su estilo, su visión.

Precisamente esa armonía se ha roto en España, en algún momento de finales del siglo XX, y dista mucho de volver a componerse. El divorcio es ya una realidad duradera para nuestro tiempo social. Los motivos, diversos y complejos, escapan del calado de este artículo, pero destacan dos causas principales, que sí deben mencionarse.

Por un lado, la ruptura de la relación se debe a que buena parte de la sociedad española no se siente en absoluto representada por los valores, símbolos y memorias que abanderan muchos de los intelectuales más visibles -o visibilizados-. La comunidad no tiene una estructura monolítica, sino que alberga piezas con relieve y características diversas. Parte relevante de la sociedad no se ve reflejada en los valores promocionados y, además, sufre en términos morales al ver frecuentemente atacados los principios que considera fundamentales (religiosos, históricos o simples normas de convivencia) en novelas, películas, obras de historia-ficción y declaraciones públicas diversas. Y si un importante sector de la sociedad española, que es difícil de cuantificar pero que sin duda es relevante, no comparte los valores de nuestra intelectualidad, difícilmente puede aceptarse que ésta cumpla su atávico papel de conciencia y motor moral en la comunidad. No es sólo que no haya conseguido racionalizar su discurso para obtener una sintonía social aceptable, el problema es también que sus carencias afectan a su fraudulenta función crítica, tantas veces inexistente, cuando no complaciente incluso con los comportamientos más inaceptables de los gobiernos considerados afines, abandonando así del deber del intelectual de ser crítico. Como señaló Edward Said, «la servil elasticidad con el bando propio ha desfigurado la historia de los intelectuales desde tiempo inmemorial».

Además, considero que la ruptura que presenta hoy el cuerpo ciudadano respecto a su cabeza no es sólo moral, sino incluso estética. Muchos españoles perciben a sus intelectuales como papanatas fascinados por cualquier vanguardia, sobre todo si viene del mundo anglosajón. Recelar de quienes pretenden sentar criterios estéticos incuestionables me parece una medida preventiva muy saludable, sobre todo si se nos venden como nuevos. Como testigo y protagonista de este mundo, el paso del tiempo me ha hecho progresivamente desconfiado con las «vanguardias» por las que, como es común, me dejé seducir en la adolescencia. Como cuenta Vargas Llosa en su obra 'La civilización del espectáculo', en un determinado momento, muchos llegamos a experimentar la sensación de que algunos músicos, pintores o cineastas se burlaban de nosotros, de que estábamos «indefensos ante una sutil conspiración» para hacernos sentir incultos o estúpidos, para hacernos creer que un fraude era arte; un embuste, cultura. La cultura se ha convertido en un caos donde «como no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es». En este sentido, me ocurre como al pintor Ramón Gaya, que decepcionado por la artificiosidad de las vanguardias, declaró que en París había descubierto la importancia del Museo del Prado. En cualquier caso, sabiendo que el compás de la estética sigue subjetividades imposibles de aprehender, reconozco que es difícil estar seguro sobre este punto de la ruptura estética entre la ciudadanía, o una parte significativa de ella, y la intelectualidad del país. Lo que sí me parece evidente es que, mediante el socorrido trámite de subirse al carro de cualquier vanguardia, hay muchos que pretenden hacerse pasar por artistas cuando no lo son, ni de lejos.

Este amor deshecho no es sino un síntoma más de la peligrosa fractura social abierta en España que todos debemos contribuir a cerrar con inteligencia y responsabilidad social, porque conforme se polarizan las posiciones, disminuyen las posibilidades de vida libre y de fructífera comunicación entre todos. Y en esa tarea de concordia el papel del intelectual es decisivo, tanto que es hora de exigirle que abandone sus trincheras sectarias, las políticas, las morales y las estéticas.