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Togas en caída libre

Gallardón tendría que dejar a la Justicia bajo el gobierno de los jueces y no de Génova y Ferraz

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Un hombre clave del poder judicial como Carlos Dívar atraviesa momentos amargos porque no dan crédito a sus extravagantes gastos de representación y tiene a medio Congreso y buena parte de la opinión pública pidiendo su cabeza. De paso, se hacen todo tipo de especulaciones, insidias, comentarios y rumores malintencionados sobre la vida personal de una de las primeras figuras institucionales del Estado. Otro destacado nombre de la carrera, Baltasar Garzón, con importantes servicios prestados a la democracia en el combate contra el terrorismo, ha tenido que guardar la toga en el armario suspendido varios años en el ejercicio de sus funciones porque el Tribunal Supremo le ha encontrado culpable de una grave falta contra el derecho a la tutela judicial por ordenar escuchas de abogados y clientes mientras preparaban en los locutorios de la prisión su estrategia de defensa. Y salió exculpado, por los pelos, de las cartas -«querido Emilio»- a un poderoso banquero imputado solicitándole dinero para organizar charlas en el extranjero. Hay juzgados atestados hasta las cartolas de procedimientos atrasados mientras en otros se zanganea como en un balneario. Desplazar a un juez de su circunscripción es tan caro y complicado como mover una legión romana con toda su impedimenta. Y resulta gratis zarandear al Tribunal Supremo, única instancia que se salva de la quema.

Los partidos le han cogido el gusto al Juzgado de Guardia y esperan que llegue de turno un magistrado afín para meter la querella contra su adversario político y entre tanto se eternizan en los sillones los cargos interinos en instituciones clave porque los partidos quieren su cuota. Mientras tanto, la gran reforma del sistema judicial español aguarda su gran reformador porque la Justicia se hace cada vez más sospechosa y la opinión pública acaba de escogerla como la institución peor valorada del estado. Y no es únicamente un problema de independencia porque al colectivo de magistrados, jueces y fiscales se le acusa de de incompetencia, politización, sectarismo, arbitrariedad y desproporción. Aunque nunca la Justicia en España había disfrutado de buena prensa y el ciudadano desconfiaba de las puñetas y los ropones, el afán de extender el control político a un sector considerado marcadamente 'de derechas' por los gobiernos de Felipe González llevando al Congreso la elección y el nombramiento de los altos cargos judiciales, envenenó definitivamente las cosas. El resultado es que los políticos se afanan en controlar a los jueces y los jueces se alinean con la política porque los partidos tienen la llave de los nombramientos que suponen el ascenso en la carrera. Si Gallardón quiere ser el Alonso Martínez del siglo XXI tendría que empezar por dejar a la Justicia libre de servidumbres políticas bajo el gobierno de los jueces y no de Génova y Ferraz.