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Europa sin pulso

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El símil de la España sin pulso, de Silvela, es de aplicación a la Europa nuclear, gobernada por Merkel, con Hollande como aspirante todavía inédito a ser el contrapunto creativo del fallido liderazgo de la alemana, y con algunos burócratas como Barroso y Van Rompuy esparciendo su mediocridad por las moquetas que acolchonan los interminables pasillos de Bruselas. En efecto, en esta hora de gravísima crisis en que el euro se debate entre el ser y el no ser, en que se hace más evidente que nunca la necesidad de federalizar Europa y de ejercer un potente liderazgo que la arrastre hacia la significación y el afán hegemónico, Merkel sigue desgranando el discurso anodino de los pequeños pasos: no se trata de tomar grandes decisiones sino de mantener un proceso, que ya dura sesenta años, para seguir avanzando hacia una integración que no llega por falta de ímpetu de quienes deberían proponerla y por la pusilanimidad de una clase política europea que se refugia tras las pantallas nacionalistas para sobrevivir a su extinción.

Cuando asomaba alguna esperanza de que la cumbre de finales de este mes fuera la de una rotunda toma de decisiones -unión financiera, propuesta de un ministerio de Economía europeo, eurobonos- que permitiera aliviar el peso de la deuda de los países periféricos y emprender una senda de crecimiento económico que vaya dejando atrás la crisis, Merkel ha echado un jarro de agua fría sobre las expectativas y, por si hubiera dudas, ha anunciado una Europa de dos velocidades para que los países más adelantados no tengan que esperar a los más rezagados. En definitiva, siguen las cautelas, la prudencia, el recurso al sistema de prueba y error, a la hora de dibujar un futuro que seguirá siendo de simple conquista de la supervivencia y no el del despegue decisivo.

Desde Estados Unidos, se ve a Europa como un monstruo poliédrico y desunido que lastra el desarrollo global, pugna infructuosamente por una integración imposible y paga en términos de calidad de vida el precio de su propia inacción. Ni siquiera la crisis, que ha vencido resistencias y ha agitado conciencias en otros lugares, sirve en el Viejo Continente para mostrar el camino grandioso hacia la gran potencia europea.