Tribuna

Otro modelo de relaciones laborales

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Uno de los lastres más pesados que soporta nuestro pensamiento político consiste en seguir recurriendo a ideas del siglo XIX para movernos entre realidades del siglo XXI. De los esquemas heredados de aquella época, la dialéctica entre los roles del trabajador y del empresario es uno de los más perdurables y reacios a la actualización. Conviene detenerse a pensar sobre ello para disponer de la perspectiva crítica que hoy nos exige nuestro tiempo convulso.

Las reformas liberales emprendidas en el XIX por la revolución burguesa permitieron que los medios de producción fueran acaparados por unos pocos ciudadanos, mientras la mayoría restante, que sólo disponía de la fuerza de sus manos, caía en un estado de menesterosidad social peor al que padecieron sus abuelos durante el Antiguo Régimen. Con su secuela de lucha de clases y revoluciones acabadas o incompletas, la revolución burguesa produjo una escandalosa desigualdad social y, sobre todo, creó en la conciencia colectiva la idea de trabajador y de empresario que aún arrastramos.

En el contexto del siglo XIX, el empresario solía ser una persona física que dirigía personalmente su empresa -a la que acudía a diario- y que se desenvolvía en su vida pública y privada con la mayor opulencia que su solvencia le permitía. En el otro lado, el trabajador era, comúnmente, una persona menesterosa, analfabeta y mal nutrida, que trabajaba de doce a dieciséis horas diarias a cambio de un salario de subsistencia. Sin embargo, a lo largo del XX esta realidad fue desapareciendo en muchos Estados europeos, en mayor o menor medida, de la mano de sucesivas reformas introducidas por la legislación laboral, la seguridad social y la educación pública. En la propia España, más tardía en subirse a los avances sociales, desde finales de los sesenta difícilmente podía encontrarse ya aquella extrema dicotomía, salvo en casos y regiones puntuales (como en el campo andaluz, donde ha durado bastante más tiempo).

Pese al innegable cambio de escenario, nuestra retina colectiva parece haber fijado al trabajador, de forma invariable a cualquier circunstancia, como persona siempre necesitada de ayuda o de un trato más favorable, con merecimiento automático, mientras que los empresarios se perciben normalmente, de antemano, como personas pérfidas movidas por el egoísmo, la codicia o el abuso y la explotación del prójimo.

Seguir proyectando aún estas figuras del pasado es negar la naturaleza cambiante del hombre y de su visión del mundo. La realidad es hoy más compleja, no cabe en un conflicto de poder tan elemental. La rica diversidad del capital humano que conforma actualmente la empresa y las relaciones laborales abarca múltiples perfiles. En el ámbito de la 'Gran Empresa' industrial o comercial, solemos encontrarnos ante personas jurídicas que adoptan una u otra forma societaria -generalmente la de sociedad anónima- y que gestionan profesionales asalariados (es decir, trabajadores, aunque sean de alta dirección). En cuanto a los accionistas de esas empresas, también son muy heterogéneos; por supuesto que existen grandes fortunas, pero igualmente hay millones de pequeños accionistas, con reducidos porcentajes de las acciones, a los que sólo preocupa el dividendo y que en modo alguno participan en la gestión del negocio. Y junto a estos grandes industriales, existen miles de pequeños y medianos empresarios, que no tienen empleado alguno, o sólo a algún familiar, o a contados trabajadores. Son empresarios que regentan un bar, un estudio fotográfico, una tienda textil, etc., una empresa en la que han invertido y arriesgado todo su tiempo y su patrimonio, dedicándole jornadas laborales inacabables.

Por su parte, los trabajadores no son siempre ya seres alienados, empobrecidos y maltratados. Aunque siguen existiendo abusos, contamos con un sistema eficaz para prevenirlos y corregirlos, al que no podemos ni debemos renunciar, y con sindicatos que los defienden, mejor o peor (de esto mejor hablamos otro día). Pero no puede obviarse que son muchos los trabajadores que disfrutan de salarios altos y de buenas condiciones laborales, que superan con mucha distancia el estatus de muchos pequeños empresarios.

Siendo así, ¿podemos seguir anclados en la dialéctica que hace al trabajador, por el mero hecho de serlo, merecedor a ultranza de protección frente al empresario? ¿No existen muchos casos en los que está más necesitado de respaldo social un pequeño empresario que un empleado que ocupe un cargo directivo, o incluso un puesto medio en el escalafón?

Esta anticuada percepción de la realidad es resultado de un perezoso estancamiento social e intelectual, alentado por la rentabilidad política y emotiva que sacan de ello algunos partidos. Sin embargo, las realidades de nuestro tiempo exigen nuevos objetivos y diferentes modos de gestión. Exigen también una visión liberada del interés centrado en el corto plazo. Atrincherarse en los estereotipos socio-políticos sólo promueve confusión en el terreno de las ideas y en la organización jurídica de las relaciones sociales, que pagan el precio de un desajuste ineficiente. Pongamos un ejemplo muy básico: hace tiempo que la coyuntura económica coloca en posiciones claramente divergentes a los intereses de los empleados y de los parados. A pesar de ello, los sindicatos miran exclusivamente a los empleados y vuelcan toda su labor en políticas que poco o nada benefician a los parados, que incluso les perjudican ¿A qué se debe esto? A una retórica arcaica que siguen repitiendo los sindicatos mayoritarios, desentendiéndose de los trabajadores que buscan ocupación. La defensa de los modelos contractuales rígidos veta de hecho el acceso al empleo de miles de desempleados.

Recientemente, TONY JUDT señaló un paralelismo inquietante: a finales del siglo XX, los sindicatos, como antes hicieron los gremios del siglo XVIII, han aprendido a proteger a los de 'dentro' (a los que ya tienen trabajo fijo) de los de 'fuera': jóvenes, trabajadores no cualificados y otros en busca de empleo. Es evidente que esto ocurre hoy entre nosotros. De ahí la artificiosidad de los procesos de diálogo en los que la voz de los desempleados carece de presencia real, y de ahí también la creciente desafección hacia los sindicatos, sobre todo por parte de los jóvenes sin empleo, a los que sólo les cabe reclamar otro modelo de relaciones laborales, más acorde con los retos del momento y con su sistema productivo. Menos retórica decimonónica y más resultados.