LA HOJA ROJA

ENFERMOS SOCIALES

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Somos animales de costumbres, de malas costumbres, más bien. Tenemos una tendencia natural a clasificar el mundo en unos departamentos tan estancados que la mayor parte de las veces desperdiciamos la harina y conservamos sólo el afrecho, despreciando las uvas simplemente porque no podemos alcanzarlas. Tenemos costumbres muy feas, sí, como la de cuantificar los océanos y el viento y el aire, y las lágrimas y la risa, llamando siempre al todo por una de sus partes. Metonimia nos dijeron que se llamaba eso, o transnominación, un fenómeno aplicable a la literatura, a la semiótica y hasta a la psicología humana, según los que defienden una estructura supuestamente lógica en el inconsciente humano. Y de ese afán desmesurado por ordenar y estructurarlo todo, provienen la mayor parte de los fracasos sociales. Uno siente desconfianza, miedo, angustia, temor, ganas de gritar y llegan otros y le ponen nombre a los sentimientos. Se llama desaceleración o crisis, recesión, depresión, estrés postvacacional o astenia primaveral, qué más da. Lo que importa es que ya no hay vuelta atrás. Cría fama y échate a dormir, que dice nuestro refranero sin necesidad de tanta teoría ni de tantas palabras, que al buen entendedor pocas le hacen falta.

Criar fama -mala- es lo que han hecho los funcionarios a lo largo de la historia administrativa de este país. Desde el Vuelva usted mañana de Larra al pasodoble del Yuyu -aquel de los palomos, ¿recuerda?- pasando por los cesantes de Pérez Galdós o los chistes de barra de bar, los funcionarios han ido acumulando adjetivos que han terminado por deformar la realidad de los que trabajan al servicio del público. Y digo bien, gente que trabaja para usted o para mí, y que por tanto, reciben un salario que procede de ese saco común al que contribuimos todos -bueno, todos no, para qué vamos a engañarnos-. Gente que trabaja para que el Estado pueda cubrir todas esas garantías que un día nos dijeron que avalaban nuestro futuro. La seguridad ciudadana, la salud, la educación, la justicia, la cultura, que traducido resulta: los policías, los bomberos, los médicos, los enfermeros, los que entierran a nuestros muertos, los profesores, los jueces, los abogados de oficio, los técnicos de instituciones penitenciarias, los bibliotecarios. y también los que se encargan de la recaudación de impuestos, de los registros, de las estadísticas, de la fiscalización de deberes ciudadanos, los funcionarios de ventanilla. esa parte tan fea de la administración que en virtud de la metonimia -una vez más- se han convertido en la imagen pública, simbólica y material, del blanco de todas nuestras iras. Ya lo sé. Tuvo usted una mala experiencia con algún inoperante que siempre andaba desayunando, de baja o de asuntos propios. También yo las tuve con más de un fontanero, o electricista, o dependiente resentido, o albañil potentado. y no pedí públicamente sus cabezas.

Hubo un tiempo -no sé si legendario o mitológico- en el que un obrero de la construcción ganaba tres veces más que un funcionario. Tiempos en los que el ladrillo y la burbuja inmobiliaria propiciaron una rápida incorporación al mundo laboral e irreal. Tiempo de hipotecas millonarias, en los que la única tarjeta de visita necesaria era la VISA. Tiempo en el que los funcionarios eran los parias de la sociedad de castas que nos creímos, los de los sueldos miserables, los del horario esclavo, los del trabajo inútil y los que no hacían ni el huevo, los que se rascaban «el cayetano», los que nada aportaban al mundo de las maravillas. Gente a la que mirar por encima del hombro, en definitiva. Pero ¡ay! que todo lo que sube, baja. Y bajó como un rayo el cenizo, y se acabaron los ladrillos, los sueldos millonarios, los cruceros, la barra libre de hipotecas, los plasmas y hasta el trabajo. Y los trabajadores públicos pasaron de ser los dalits del sistema a los culpables del fraude mundial. En permanente sospecha. Y el país se descalabró porque había muchos funcionarios, y se les bajó el sueldo -sólo a ellos- y se les subió la edad de jubilación, y se dejaron de convocar plazas, y se les cuestionó su productividad, y el horario laboral, y las vacaciones y hasta su propia existencia. Parásitos les llegamos a llamar, privilegiados, lacra, estigma. Metonimias. Y hasta el arzobispo de Granada dijo que se trataban de una «enfermedad social».

En una ciudad como ésta, la Constitución de 1812 fijó la existencia de funcionarios independientes y ajenos al poder para evitar su instrumentalización política, lo que propició su profesionalidad. En una ciudad como ésta, doscientos años después, sin industrias ni fábricas, la mayoría de los que trabajan dependen de alguna administración pública, y somos muchos los funcionarios. Muchos los que subsisten con una nómina amenazada. Muchos los que consiguen con su trabajo que esta ciudad no se haya venido abajo todavía, los que compran, los que gastan, los que tiran los dados para que siga la partida. Muchos los que declaran a Hacienda hasta el último de sus céntimos. Muchos los que se dejaron los mejores años de su juventud estudiando para obtener una plaza a veces muy por debajo de su cualificación académica. Muchos los que ponen al mal tiempo buena cara y los que atienden correctamente a un público crispado que casi siempre tiene el hacha levantada. Muchos los que encuentran cada día la solución del jeroglífico ciudadano. Muchos los que nada tenemos que ver con lo que hacen los políticos. No somos ni verdugos, ni víctimas. Ni tenemos la culpa del frío que hace. No somos la causa de esta sociedad enferma.

Sé que es un mecanismo de autodefensa y que siempre es saludable para la sociedad buscar a un culpable. Pero búsquenlo en otra parte. Tal vez un poco más arriba.