Opinion

Tánger y yo

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Esa hermosa ciudad con mala suerte' que es Tánger me ha enseñado una lección (otra más) el fin de semana pasado. Su maravilloso desorden, sus calles abigarradas, el amontonamiento de las frutas y las especias en los puestos de la calle, el bullicio de gentes diversas a la caída de la tarde y a primeras horas de la mañana, me han vuelto a poner en contacto con la vida.

Estoy harta de leer noticias de la Bolsa y del IPC. Estoy harta de las agencias de calificación y de los magos de las finanzas. Quiero ir a los zocos de Tánger a comprar limones encurtidos, canela en rama, huevos por unidades, y no volver a oír hablar de mercados de valores. Quiero darme el lujo de no encender la televisión y de perderme todas las noticias de la economía global y sus desvaríos. No quiero ver más fotos de corruptos en los periódicos, no quiero saber de trajes regalados ni de comisiones bajo cuerda. Prefiero regatear un dirham en el kilo de tomates y que me engañen un poquito con el peso, a que me robe el banco con las comisiones.

Es difícil vivir en Tánger, eso no se duda. Hay pobreza y necesidad, hay desorden. La basura se queda muchas noches en las calles, y hay barrios donde la oscuridad te atemoriza al pasar después de ciertas horas. Pero, con todo y con eso, los tangerinos me han devuelto una imagen de lo que es primordial y básico. Y no está en el índice de precios, ni en las páginas de la prensa salmón. Lo que importa, lo que queda, es la vida. La de cada uno de nosotros. Nuestros amores y nuestras alegrías. Nuestras lágrimas. Nuestras amistades. Nuestras conversaciones. Nuestros aprendizajes. Nuestras esperanzas. Somos hombres y mujeres a los que se nos ha obligado a saber de economía y a descuidar nuestros espíritus. Por eso me voy a volver tangerina.