No es malo que jueguen a la virtualidad, la realidad se encargará de que se acabe el recreo. :: LA VOZ
LA HOJA ROJA

EL PATIO DE MI MUNDO

Los niños juegan ahora a través de internet y las redes sociales, eso es lo que toca. No sé si es mejor o peor ya que en el fondo todo es cuestión de lo mismo, de saltar a la comba

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Es cierto que los juegos de los niños son un reflejo del momento que viven, y que de nada sirven esos engendros didácticos que cada cierto tiempo se ponen de moda intentando convencer a los jovencitos de hoy de que los juegos de ayer -tradicionales, los llaman- educaban en valores y creaban una sociedad más tolerante, más igualitaria y no sé qué más. Nada más lejos de la realidad. Yo, sin ir más lejos, me crié saltando a la cuerda y cantando «Una avión japonés ¿cuántas bombas tira al mes? Una, dos tres.», como si lo de aviones japoneses tirando bombas a diestro y siniestro fuera lo más normal del mundo. Más políticamente incorrecto, imposible. O aquella otra que decía: «¿Cuántos novios voy a tener? Uno, dos, tres.», que fomentaba, cuando menos, la promiscuidad sexual desde bien temprano, o la de «¿Cuál será mi porvenir? Soltera, casada, viuda o monja», que atenta contra todos los observatorios de género y número. Total, que si ahora nos diera por enseñar a nuestros hijos alguna de esas letanías, se escandalizarían aún más que nosotros viendo cómo juegan, no al patio de mi casa, sino al patio de mi mundo, a través de internet y las redes sociales. Es lo que les toca. No sé si es mejor o peor. En el fondo, todo es cuestión de lo mismo, de saltar a la comba.

Y es que el patio de mi mundo también es particular. Y cuando llueve, se moja -y tanto- como los demás. Así que agáchate, y vuélvete a agachar las veces que haga falta. Porque nunca el mundo fue tan pequeño, ni tan abarcable, ni tan inseguro, para qué vamos a decir otra cosa. Formamos parte de este patio de vecinos, donde unos juegan y otros miran desde las ventanas -que hasta para eso fue poco original Bill Gates, mira por dónde, e inventó el Windows-, donde unos se esconden y otros cuentan antes de salir a buscar una ocupación, donde unos son pandilleros, otros se sientan a esperar, otros echan las cartas y leen el futuro, y todos chismorrean de lo que hacen los demás, porque la casa de vecindad -como en aquel sainete de González del Castillo- la tenemos tan pegada a los genes que, aunque evolucionada, sigue siendo nuestro hogar, dulce hogar.

En el patio de mi mundo -que ya no es ni ancho ni ajeno, como lo fue en el pasado siglo- hay más de un James Stewart asomado a la ventana indiscreta, que espía y conoce al dedillo lo que hace cada hijo de vecino, porque cada hijo de vecino ha ido dejando un rastro de miguitas de pan de su vida más personal, de manera casi inconsciente, cada vez que ha colgado una foto en el 'Facebook', cada vez que ha hecho un ingenuo y breve apunte- apenas ciento cuarenta caracteres- en 'Twitter', cada vez que ha escrito un comentario en un blog aunque fuese sobre la cosa más peregrina, cada vez que pulsó lo de «me gusta», cada vez que cruzó dos palabras en el 'Messenger' -ya hasta suena antiguo- con su compañero de clase. En fin. Pedimos información, queremos saber, que nuestras preguntas -aunque sean más de setenta y prácticamente todas sobre el mismo tema, ¡ay! qué manera de desperdiciar las ocasiones tiene esta oposición- sean contestadas con luz y taquígrafos, y después nos escandalizamos cuando llegan los Wikileaks, los de las filtraciones -con lo que sabemos de filtraciones y goteras por aquí- y se chivan de todo lo que iban contando y haciendo a nuestras espaldas los vecinos por la escalera. Y es entonces cuando nos da por la tragedia, y hay que matar al mensajero. Siempre fue así. En el pasado y en el futuro. Porque si algo tiene esta humanidad es que no aprende que la mejor manera de que alguien no sepa algo, es no contándolo. Ya se lo dijeron a Hillary, la de Clinton, cuando fingió una gran preocupación por los datos que andaban circulando por medio planeta «No se preocupe, debería saber lo que decimos de usted». Y mientras el mundo gira con la cara colorada por la vergüenza del que ha sido pillado con las manos en la masa, el Hermes de turno, el gestor de Wikileaks, anda en busca y captura, acusado de violación y acoso sexual en Suecia, -¿por qué me recuerda todo eso a Millenium?- mientras la prensa ha vuelto a recuperar su vocación de informante dejando por un momento el jabón sólo para lavar los trapos sucios.

Sí. El patio de mi mundo es particular. Presenciamos el desahucio del inquilino que no paga, mientras ponemos a remojar nuestras barbas, porque sabemos que lo que ha pasado en Irlanda es lo menos que nos puede pasar a nosotros. Que nos rescaten, o que le quiten nuestra custodia a este maltratador económico -«podríamos organizar el Mundial el mes que viene»- que tenemos por casero. Agáchate, y vuélvete a agachar, nos dice con cada medida que se le ocurre, aunque más bajo es difícil ya que lleguemos. Total, si hasta nos han quitado la «ll» del diccionario, ya será imposible cantar la canción completa.

Los juegos de los niños no son más que el reflejo del momento en el que viven. Por eso es no es malo que jueguen a la virtualidad mientras puedan, que ya la realidad se encargará de que se acabe el recreo.