Un sargento de las fuerzas especiales norteamericanas cabalga por las montañas afganas. :: AP
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La última pesadilla del Pentágono

El fundador de Wikileaks difunde indiscriminadamente miles de documentos secretos para defender la libertad

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«Puede decir lo que quiera, pero es posible que tenga las manos manchadas con la sangre de algún joven soldado o una familia afgana». El almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto del Ejército estadounidense, no oculta su animadversión hacia Julian Assange, cabeza visible de Wikileaks -la web que permite filtrar desde el anonimato documentos secretos de multinacionales y gobiernos-. Él lo ve de otro modo y excusa los 'daños colaterales' en aras de un supuesto «bien común»: «Me gusta ayudar a personas vulnerables y aplastar bastardos».

Este australiano de cabello oxigenado y aspecto siniestro asegura vivir a hurtadillas. Hace unos días, el FBI arrestó en Newark a un colaborador de la organización que publicó en julio cerca de 76.000 documentos confidenciales sobre la guerra de Afganistán. Assange no tiene miedo: «Sería un error para Estados Unidos actuar. Me siento perfectamente seguro».

Los papeles contienen, además, el nombre y apellido de multitud de aliados locales de las fuerzas extranjeras, «traidores» a ojos de los talibanes. Su portavoz habitual, Zabihullah Mujahid, ha confirmado que los estudian concienzudamente para infligirles el castigo de la muerte. Se trata de cientos de aliados afganos de las tropas de la OTAN. Algunos colaboran tentados por el dinero fácil que ofrece el mejor postor y otros -muchos- temerosos del regreso de la feroz y draconiana dictadura islamista que sojuzgó al país entre 1996 y 2001.

La historia vital del activista rebosa enigmas y lagunas; incluso su año de nacimiento es incierto. 'The New Yorker' lo fecha en 1971, cerca de la ciudad de Townsville. El pequeño Julian vivió una niñez nómada a bordo de la compañía de teatro itinerante que dirigían sus padres. Su paso por más de 37 escuelas marcó una infancia difícil sin raíces ni lazos amistosos estables y duraderos.

Assange vive hoy de la solidaridad de cientos de voluntarios que colaboran desinteresadamente con la página web. «Imagino un mundo donde las empresas y los gobiernos actúen en beneficio y a instancias del pueblo, sin oscurantismos, y que traten bien a los empleados», declara a modo de manifiesto. La fundación Wau Holland gestiona las donaciones que mantienen con pulso al portal, cifradas en unos 400.000 euros desde diciembre.

No es casualidad que esta misma institución honre la memoria de Herwart Holland-Moritz, padre de uno de los primeros clubs de hackers. El propio Assange flirteó en su juventud con la piratería informática en el seno del grupo Subversivos Internacionales. La aventura tocó a su fin abruptamente cuando la Policía le investigó por el robo de 380.000 euros de las redes de Citibank.

Narra la revista neoyorquina que, asustada, su mujer le abandonó de la noche a la mañana con su bebé en brazos. Se habían conocido y enamorado en el sindicato 'okupa' en que ambos militaron hasta tener noticia del estado de buena esperanza. Con 18 años contrajeron matrimonio y poco después nació el niño.

Solo, Assange se trasladó a Melbourne para estudiar Matemáticas e Informática, y trabajó en la ciudad como desarrollador de software antes de recalar en Wikileaks en 2006, la web que se vanagloria de ser la quintaesencia del periodismo, el primero «verdaderamente libre».

Colaboración con periódicos

El portal que dirige debe su fama a la labor de la prensa tradicional, a la que critica por situarse a merced de los grandes intereses. De hecho, la organización retrasó la publicación de los archivos durante un mes a la espera de que 'The New York Times', 'The Guardian' y 'Der Spiegel' desarrollaran la labor de lectura, selección e interpretación y convirtieran en noticia un armatoste de papeles indescifrables.

La historia ha traído a colación el famoso caso de los 'papeles del Pentágono'. En 1971, el periódico neoyorquino tuvo acceso a una serie de documentos ultrasecretos sobre la guerra de Vietnam filtrados por el analista militar Daniel Ellsberg. La Administración Nixon trató contra viento y marea de frenar su publicación. Pero el Tribunal Supremo, en una sentencia que ha pasado a los anales de la judicatura, falló a favor de la preeminencia de la libertad de expresión frente a los secretos de Estado. Pero no del derecho a la vida.

Los paralelismos entre un caso y otro son, sin embargo, disparatados. En aquella ocasión, la prensa sacó los colores del Pentágono y la Casa Blanca, pero manejó la información con sumo cuidado para no poner en peligro la seguridad nacional ni vidas humanas. Esta vez, una multitud de ciudadanos afganos cuentan angustiados los minutos, horas o días que les podrían restar de vida. Mientras tanto, Julian Assange duerme tranquilo. Aunque «lamentaría profundamente» su muerte, está convencido de que ha hecho lo correcto en nombre de la verdad y la libertad.