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Lo del Camino de Santiago delata un fenómeno ya característico en el siglo XXI: la muerte del viaje

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La pasarela del Obradoiro ha exhibido el día de Santiago, en todo su esplendor, un desfile de disfraces con variaciones del clásico kit de los viejos peregrinos entre el cayado y la concha con la cruz de gules como una espada matamoros. Aquello parecía, por momentos, una versión edulcorada de la parada de tipos delirantes de Tod Browning. La fecha puede convertirse, de seguir así, en el Día del Orgullo Friqui. Dos eslovacas se lamentaban, en las páginas dominicales de V, de la degradación de la autenticidad. Habían llegado allí para purificarse con el camino espiritual, según la tradición, y se habían encontrado con un trasunto de Disneylandia, un parque temático de los caminantes del medievo, un genuino carnaval inspirado por los figurinistas de 'El nombre de la rosa' o por el spot del queso Gran Capitán. Otros ensayaban disfraces con nuevas excentricidades, como el pulpo Paul de Oberhausen, al que también atribuyen milagros. El desencanto de los últimos caminantes atraídos por el ADN espiritual de la ruta resulta inevitable mientras las familias regatean por el kit del peregrino para el perfecto peregrino kitsch.

Lo del Camino de Santiago delata un fenómeno ya característico en el siglo XXI: la muerte del viajero -no confundir con el drama de Arthur Miller- bajo la euforia del turismo. Viajar es cada vez más común pero sin el espíritu del viaje. Si alguien decide ir a ver las estrellas en Wadi-Rum o internarse con los yanomami en el Amazonas o ir a Tierra de Fuego a fantasear con la Atlántida, se cruzará tantos congéneres como en la Quinta Avenida; si sube al Tíbet para buscar la paz interior se topará con un ajetreo casi de Picadilly Circus y hasta 'paparazzi' tras alguna estrella de Hollywood; si quiere ver atardecer con los pies mojados en los mares del sur, de repente se verá rodeado por las lanchas de una agencia francesa para una parrillada étnica; si hace el viaje al 'corazón de las tinieblas' inspirado por Conrad, oirá sobre todo hablar en catalán. Ya no es posible siquiera que los cocodrilos te devoren en la intimidad; hay turistas en cada esquina del planeta y toda clase de agencias no ya de vacaciones sino de aventuras y experiencias según catálogo.

Al final los viajeros acabarán pensando, como Pascal, que los infortunios de los hombres derivan de no saber estarse tranquilos en sus casas. Quizá ya sólo queda emular a Des Esseintes, el personaje de Huysmans que viajaba leyendo: «Después de todo, ¿por qué ponerse en marcha, cuando uno puede viajar tan ricamente sentado en una silla?». Ahí queda la decepción de Santiago. Mejor tumbarse en una hamaca bajo una higuera o una parra a viajar con las alas encuadernadas de la imaginación.