NADANDO CON CHOCOS

VIAJEROS

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Dice ese gigante de letras que se llama Manuel Alcántara que para haber visto todo, acaso baste mirar desde el balcón la luna apátrida. Que él ya estuvo en los lugares en los que estuvo. Tiene razón. Para viajar, además de la pasta, le pueden valer un atlas viejo, un buen libro, la wikipedia, un buen whisky y hasta Google Earth. Pero no pongan la tele. No sirve. En el plasma de las pantallas de España nadan los programas de viajes en los que no se viaja: se atropella. Llegan, toman la cámara, y arrasan. Señores de los viajes: en todos los países del mundo más o menos miserables se sube la gente a tropel en las furgonetas y los autobuses, se come en la calle por dos euros y las salsas son picantes para los europeos. Hasta en la última letrina de Nairobi hay un español simplón que ejerce de nuevo rico y que echa de menos la familia y el jamón, que se reúne los domingos con los otros españoles para una paella que nunca sale igual «por el agua». ¿Qué sentido tiene irse a Lesoto a preguntar cuánto cuesta un taxi? No vengan a quebrar los horizontes de las gentes de corazón grande que sueñan en el salón de su casa a ser «Marco Polo por los mapas»; no se merecen que les reduzcan el mundo así. Cádiz es más que los cinco euros que cuesta una tapa de adobo en el Merodio. Por eso plántense en el suelo. Abran las orejas y los ojos. Cuéntenles los profundísimos cielos de África, el sonido de los Cuarenta Rugientes deshaciéndose contra El Cabo, las aguas de Iguazú «yendo a matarse», el olor a fuego de un incendio lejano en las llanuras del Mara. Importa más el minuto eterno que dura un apretón de manos en la costa swahili que lo barato que sale tener cinco niñeras en Bali.