La abadía de Bellelay, donde los monjes benedictinos comenzaron en el siglo XII a raspar el queso.
gastronomía

Claveles de queso

Hace nueve siglos unos benedictinos se las ingeniaron para echarle el diente a los quesos sin ser descubiertos, convirtiéndose así en los precursores del ‘cabeza de monje’

MADRID Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Si esperan encontrarse un relato en el que solo se destaquen las características de un queso no sigan leyendo. Para eso están las 526.000 referencias que aparecen en google al escribir tête de moine (léase, cabeza de monje), en las que, a grandes rasgos, descubrirán que es de vaca, cremoso y oloroso. Y suizo, de la Jura bernés, en la región francófona del cantón de Berna. Y, claro, justo a continuación aparecerá el término ‘girolle’ (para explicar qué es, mejor ver las imágenes). Si, aun así, ha decidido seguir leyendo descubrirá en las siguientes líneas que hay historias en la Historia que parecen de guion de película. Y que las cosas minúsculas se vuelven mayúsculas con una mezcla acertada de realidad y leyenda, y un buen aderezo.

Para situarnos, descubrir el tête de moine es transportarse al siglo XII, a una abadía de monjes benedictinos a los que la fe les ayudaba a alimentar el espíritu, pero parece ser que no el estómago. Esa abadía en cuestión se llamaba Bellelay. Y se llama. Sigue en pie. Es majestuosa y la en otro tiempo iglesia es hoy una sala de exposiciones. Es lo que trajo consigo la desacralización del edificio. Claro, que si solo fuera eso. Fueron las tropas francesas las que pusieron fin a los rezos, los que de allí expulsaron a los monjes, quienes dejaron su impronta y un queso al que dar nombre. Y la abadía se convirtió, años después, en fábrica de relojes, más tarde de cerveza y tiempo después, una vidriería. Vamos, más típico del país helvético, imposible. Pero no queda ahí la cosa. Hoy en día es una clínica psiquiátrica, de prestigio reconocido. Hasta el punto de que un ‘dios’ recurrió a sus servicios hace casi dos décadas para curar sus males interiores. Sí, estamos hablando de Diego Armando Maradona, quien optó por la terapia externa, nada de dormir dentro de esos muros centenarios.

Precisamente, la falta de sueño, motivada por la abundancia de hambre, hizo posible que el tête de moine no sea un queso al uso. Los quesos maduraban en la abadía, a la espera de que el señor de turno acudiera a su rescate. Y de si estaban buenos o malos podían dar buena fe los benedictinos. ¿Qué hacían para comer sin ser descubiertos? Con un corte limpio retiraban la tapa y, en vez de tacos o lonchas, raspaban y raspaban, y… A la boca. Acto seguido, volvían a colocar la tapa y… Ahí no había pasado nada, aunque, evidentemente, quesos de un kilo se devolvían con cien o más gramos de menos. Y desde entonces hasta ahora, este queso ha venido comiéndose así. Bueno, o no, porque en 1981 un mecánico de precisión que trabajaba haciendo relojes reinventó el queso al patentar la girolle, un aparato que propició que las ventas de los ‘cabeza de monje’ se multiplicaran, no sin que antes, claro, recibiera las pertinentes críticas que acompañan a cualquier revolución, dado que el artilugio obliga a atravesar el queso y, con una especie de cuchilla, raspar la pieza.

A partir de ese momento, este queso, cuya fabricación está controlada desde 2001 por denominación de origen, se hizo mundialmente conocido porque se come en forma de flor, más concretamente de claveles. Si los monjes de entonces, los que se estrujaron la cabeza para poder echarle el diente al queso sin ser descubiertos, levantaran la cabeza…