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Washington recapacita

Una semana después de los sucesos de Bengasi, EE UU rediseña su conducta y busca luz mientras reordena el escenario

MADRID Actualizado: Guardar
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Desde que en enero de 2009 se hizo cargo del gobierno la administración Obama no se había enfrentado a una situación de apuro sobre el terreno, dificultades materiales para hacerle frente, debate social y complejidades conceptuales como la presente en el mundo árabe: una semana después de los sucesos de Bengasi, Washington rediseña su conducta y busca luz mientras reordena el escenario.

Tal y como era de prever, lo primero ha sido, por fin, asumir la alta posibilidad de que el hecho central, el ataque contra el consulado en Bengasi (Libia) con la muerte de cuatro funcionarios incluido el embajador, no fue una represalia por la difusión del agresivo y torpe video sobre Mahoma producido en California, sino una operación planificada para coincidir con el 11 de septiembre, el día que, en 2001, al-Qaida perpetró sus terribles atentados en Nueva York.

Los testimonios de dos personas cualificadas empiezan a reconocerlo. Una es el presidente de la Asamblea General Nacional (y jefe de Estado interino) de Libia, Mohmamed al-Megaryef, en una declaración a “Al-Yazeera” y la otra el Secretario norteamericano de Defensa, Leon Panetta, en una entrevista en “Foreign Policy”, ambas ayer sábado. El primero argumenta con la importancia y duración del ataque y el equipo militar utilizado, muy lejos de la improvisación. Y el Secretario, sencillamente, dijo estar seguro de que la película era la causa de “las otras” manifestaciones de hostilidad y que lo de Bengasi está “bajo investigación”.

El escenario libio

Es posible que estos dos testimonios sugieran un cambio saludable en la extendida, por no decir unánime, tendencia a meter todas las protestas desde el sur de Asia al Magreb en el saco del vulgar film desdeñando increíblemente la significación de la fecha del ataque en Bengasi, el 11-S. Lo sucedido parece ya inseparable del escenario libio que ya preocupaba mucho por el deterioro de la situación y la aparente incapacidad de las nuevas autoridades para controlar la situación tras la caída de Muammar al-Gaddafi.

Y, sin embargo, con algún retraso pero sin abandonarlo, el proceso está en curso y, por cierto, es perfectamente ignorado por un público ávido de noticias, en cambio, cuando hay violencia. Pocos españoles, por ejemplo, sabían que según lo previsto en el calendario de la transición, la Asamblea, elegida en su día con normalidad, eligió el martes pasado un nuevo primer ministro en la persona de Mustafá Abu Chagur, quien por solo dos votos derrotó a Mahmud Yibril, un candidato más grato a europeos y americanos en cuanto que percibido como más laico y accidentalizado que Chagur, un islamista no afiliado y moderado.

Se le pide que su nuevo gobierno acabe con el problema central del país: la persistencia de milicias armadas que campan por sus respetos envalentonadas por su papel en la caída de Gaddafi, poco satisfechas con los resultados de la elección del legislativo y animadas por pulsiones regionalistas o abiertamente secesionistas. Por no hablar de un grupo bien conocido, Ansar al-Sharía, con base en la misma Libia y que había jurado vengar la muerte en junio en Pakistán por un misil norteamericano del número dos de al-Qaeda, Abu Yahiya al-Libi, que, como indica su apellido era libio…

¿Qué hacer?

Washington se ha encontrado de sopetón con una oleada de antiamericanismo militante que el público percibe como inmerecida tras el cambio introducido por Obama – su discurso de El Cairo de junio de 2009 – en la política exterior norteamericana que dejó entrever todo el apoyo a una eventual “primavera árabe” que se produjo y gozó, en efecto, del favor de Washington. En el combate contra al-Qaeda, la distinción explícita y constante entre terrorismo islamista e islamismo político moderado era fundamental y Obama y su vicepresidente, Joseph Biden, muy vinculado a estos problemas, lo entendieron así.

Todavía ayer en la declaración citada el Secretario Panetta recurre a una comparación para evitar generalizaciones abusivas al decir que “una manifestación de extremistas no refleja necesariamente los sentimientos de un país como no los refleja en los Estados Unidos una del Ku Klux Klan”. No es seguro que la comparación sea del todo exacta, pero sí una prueba de que el gobierno hace una diferencia de fondo que considera inseparable de su política general.

Por lo demás, Washington puede encontrar una satisfacción considerable en la conducta del gobierno egipcio,la gran potencia culturalmente musulmana de Oriente Medio y en vías de un cambio completo, que protegió rigurosamente las instalaciones americanas en El Cairo y Alejandría, o del Yemen y hasta del Sudán tan poco grato, donde el gobierno del general al-Bashir, un islamista antiguo fuera del control americano y muy hostil a Israel, no vaciló en disparar sobre manifestantes… antes, eso sí, de rechazar cortésmente el envío a Jartún de “marines” de refuerzo.

Un ejemplo menor, el del Sudán, pero interesante: lo mismo que hay varias y diversas “primaveras” árabes, cada país es un escenario distinto y los análisis, tanto de los gobiernos como de la prensa, deben acomodarse a ese hecho, el de la diversidad. Adiós al “tótum revolútum”.