Relatos de verano

Receta falsa

Entró cargado de bolsas que colocó entre equilibrios sobre la encimera. Crujidos de plástico llenaron de sonidos la cocina todavía callada.

PAMPLONA Actualizado: Guardar
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Entró cargado de bolsas que colocó entre equilibrios sobre la encimera. Crujidos de plástico llenaron de sonidos la cocina todavía callada.

– ¡Por fin! Creo que lo traigo todo.

Ella sacaba de un cajón su delantal blanco. Con gesto litúrgico lo desdobló despacio y se lo ató a la cintura. Le llegaba casi hasta los pies. Se sintió más que tapada, a cubierto. Comprobó:

– Setas, nata líquida, espárragos verdes, langostinos… ¿las láminas de lasaña?– preguntó buscando.

– Con los tomates– contestó él mientras abría una botella de tinto y servía dos copas.

– Cariño ven, vamos a brindar–. Se acercó, bebieron de sus copas y saborearon el crianza. El beso fue una cata, aterciopelado y pleno en boca.

– ¡Venga! Que luego se nos echa el tiempo encima– avisó él.

Por los ventanales abiertos al jardín, la luz del sol se colaba verde entre pucheros y comida, entre manos y quehaceres. Una brisa al punto de sal agitaba suavemente el perejil del pequeño jarrón, sobre el estante alto.

– Lava y corta las setas, hay que sofreírlas con un poquito de jerez –dispuso animado– Yo me encargo de los espárragos y el horno.

En la fregadera, de espaldas a su mirada, se entretuvo en el tacto suave del agua que arrastraba la tierra oculta entre los pliegues de los hongos. Absorta.

– ¿Qué haces?

– Voy, voy, ¿las parto pequeñitas?– cerró el grifo, se secó deprisa las manos y se volvió hacia él, solícita.

– ¡Pues claro!, y espabila que estás un poco atontada– sonreía.

Se concentró en el trabajo, puso las setas en una sartén, las saló y las rehogó con aceite y un poco de jerez.

– No tapes la sartén que la lías– ordenó él

– No, no, descuida.

– Y cuando eches la nata, solo cinco minutos al fuego antes de batirlo todo– le advirtió.

No contestó. Respiró hondo. Los aromas poco a poco condimentaban el aire, el chisporroteo de la sartén la transportaba.

De pequeña, su madre le enseñó a cocinar su famosa lasaña. Se encerraban solas en la cocina. Troceaban, pelaban, cuchillos gigantes, salaban, freían, cazos, cazuelas, revolvían, cucharas de palo, ¡que salta!, tapaderas, ¡prueba!, ¡qué rico! Le decía: «En la cocina y en la mesa muévete siempre como una bailarina de ballet». Y bailaban.

– Voy a hacer la salsa de tomate –dijo él sirviendo otras dos copas de vino– tu pícame las cebollas. Ya sabes que odio que me lloren los ojos.

No le apetecía beber más. Él insistió. Qué raro, antes el vino no le había sabido ácido.

Se secó con un trapo limpio tras enjuagarse los ojos y con la mirada aún turbia sacó la cazuela más grande para cocer las láminas de lasaña.

– Vete más allí, no ves que me quitas sitio. ¡Ay perdona! No quería empujarte, chata.

La cocina era grande. Dos encimeras. Una de pared a pared donde estaba la fregadera mayor junto al lavavajillas. La otra era central y formaba una T con la pared que lindaba con el comedor. Dos puertas batientes a cada lado la flanqueaban comunicando ambas estancias. En esta península estaba la placa de cuatro fuegos, la campana extractora y una pequeña pila que albergaba un triturador para los desperdicios menores. Qué curioso. Aquí nunca habían podido bailar.

Le encantaba contemplar el agua cuando rompía a hervir, primero alguna intrépida burbuja, luego algún grupito mas y después el alboroto total. Deslizó una a una las láminas de lasaña en el agua hirviente que inmediatamente fueron ondulándose como rayas marinas libres en el océano.

– ¡Otra vez en las nubes! ¡Que faltan los langostinos! ¡Si no estuviera yo en todo!

Encendió la plancha rápidamente, mientras retiraba la botella de vino ya prácticamente vacía.

Después, sacó la bandeja. De porcelana antigua, con un pequeño ramo de lilas en cada esquina, plana, rectangular, con las medidas perfectas para servir la lasaña. Había llegado a sus manos como el testigo en una carrera de relevos. De una a otra. Al acariciarla, evocó voces y risas de mujeres, mujeres de su familia trasteando felices en sus cocinas.

– ¡Bueno, ya está! Solo falta montarla y será mejor que lo haga yo. ¡Qué haces! ¡No pretenderás usar hoy también ese ridículo trasto viejo! ¡Qué pensaría mi jefe! ¡Y su mujer! Trae ahora mismo la de acero inoxidable grande –decidió– Y ve a arreglarte anda, ¡que tienes unas pintas!

El beso del desagravio le supo a puro corcho.

Cuando escuchó el timbre ya estaba preparada. Se miró en el espejo y se gustó. No solía pasarle. Mientras él salía a recibir a los invitados, se coló en la cocina. Una densa atmósfera de aromas y vapores, como niebla, la abrazó. Al mirar los cacharros esparcidos por todas partes, le pareció escuchar sonidos de freír y de cocer, de cortar y batir. Entonces se preguntó cómo sería cocinar sola. Sintió que subían por la escalera. Decidida tomó la fuente dónde se presentaba la cena y se acercó a la pila pequeña.

A la vez que inclinaba el recipiente, encendió el triturador. Con ayuda del palo de madera del almirez fue introduciendo poco a poco la lasaña en la boca voraz. Un sonido molar, junto al del chorro de agua empujando, acompañó la metálica digestión.

Ya estaban en el hall. Le vino a la cabeza esa primera burbuja, la intrépida. Y abrió la puerta.