lotería de navidad

Así sonaba el Gordo hace siete décadas

“Quince millones de pesetas...” Así comenzó Manuel Viñuales hace 71 años su cuento de Navidad

MADRID Actualizado: Guardar
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Con el eco de los tiros de la Guerra Civil, Manuel Viñuales cantó el Gordo de Navidad. “Trece mil... noventa y tres. ¡¡Quince millones de peseeeeeetas!!». El vídeo NODO de 1939 recupera la imagen y el sonido de la Lotería de Navidad. Así sonaba el sorteo hace 71 años y así le cambió la vida a Manuel Viñuales, que dio la primera buena noticia para una España desastrada por la Guerra Civil. Esta es la historia de aquella serie de cinco cifras que le cambiaron el destino.

Perdió a su padre con 3 años, cuando se lo llevó una peritonitis. Ya no sabe si se acuerda de su cara o sólo le conoce por las fotos, «de tanto verlas y manosearlas». Se le fue con la llave de la despensa. Su madre, modista hasta entonces, se puso a trabajar en lo que pudo. A los 8 años, Viñuales entró en el Colegio de San Ildefonso para huérfanos de Madrid. Tiempos difíciles, hambre, guerra y lágrimas emborronando la tinta de las cartas. Pero le salió el sol el 22 de diciembre de 1939, cuando cantó el 'gordo' en el Salón de la Lotería de la calle Montalbán de Madrid. Viñuales, con su vocecilla cantando el 13.093. Dando la suerte la recibió él mismo. Porque los quince millones fueron a parar a la cartera de don Alejandro, un militar de Jaén que quiso tener un detalle con los chavales y los llevó a almorzar a su casa mientras al país le hacían ruido las tripas. «Recuerdo que nos lo comimos todo. Ensaladilla, carne al horno, embutidos... Cosas que no habíamos probado nunca. ¡Pero si en Madrid no había ni garbanzos!».

Don Alejandro ¿qué? «Don Alejandro, a secas. Me prohibió que diera su apellido y yo me lo llevo a la tumba, porque no quería que se supiera quién era». Volvería a ver a aquel militar tiempos después, cuando con 15 años se le terminó el techo y la comida en San Ildefonso y a Viñuales, que no había tenido en la familia «a nadie de estudios», su tutor le recomendó la carrera de Perito Agrícola, un sueño imposible, pues no tenía ni un real para pagar la academia de acceso.

En ese momento, se acordó de don Alejandro y con la determinación y el valor seco que los humanos demuestran algunas veces en la vida, tiró adelante. Se plantó el traje gastado y la corbata ajustada, se peinó y se afeitó. Un niño muy hombre buscando su futuro por las calles de la capital. Tragó saliva y llamó al timbre. «Hola, vengo a pedirle un favor». La matrícula de la academia costaba 300 pesetas, que al cambio injusto de las décadas hoy dan risa, pero entonces era más de lo que cobraba el director de una sucursal de banco. «Me dijo que era una prueba muy difícil, pero que confiaba en mí y que tendría de él lo que necesitara, que todos los meses me dejaría el cheque en su casa». De aquella, Viñuales terminó con el título de Perito Agrícola del Estado colgado de la pared y una posición digna para disfrutar de una vida larga, en la que ha llenado las fotos con una mujer, seis hijos, diecisiete nietos y siete biznietos. Esa fue la cara. La cruz, también la hay, la cuenta después de un largo silencio, un carraspeo y un nudo en la garganta: «Mira, me duele no haberle podido enseñar a aquel hombre toda esta familia y decirle que sin él no hubiera sido quien soy». Silencio. Le suena el móvil. «Trece mil... noventa y tres. Quince millones...»

Blas Cabello: Cantar por un huevo

Blas Cabello es el mayor de todos los que quedan en La Palestra, el primero en cantar el sorteo en el 39 con Viñuales. Antes de dar la buena suerte, se llevó una parte de la mala. Hace 85 años vino al mundo en una familia de nueve hermanos que pronto se fue al garete cuando su padre murió en un accidente. Luego, de propina vino la guerra. El pequeño Blas había entrado en el Colegio de San Ildefonso con la inocencia de un niño. «Veíamos todo como de cachondeo». Pero las bombas eran cosa seria, así que el Gobierno decidió sacarles de la capital. Un andén de madrugada con un centenar de chavales y otras tantas madres llorando, hatillos de ropa y alguna chuchería para enjugar el desarraigo, la expedición salió camino de Valencia, y de allí a Barcelona. «No nos dejaron entrar, así que paramos en Vilanova i la Geltrú». En las pantallas de los tres cines de la localidad, advertía un mensaje: «Han llegado niños refugiados de Madrid». El que pudo, pasó a recoger a alguno. Un año y medio después, Blas regresó «con una nueva familia en Cataluña» y la misma sonrisa.

Terminada la guerra, volvió el sorteo a Madrid y Blas se apuntó a la lotería, pues en los días de bolas, a los chavales les daban una yema con leche o un huevo frito, cosa excepcional. Desde entonces, repartió ilusiones, pero ¿cuál fue la suya? «Haber tenido una nena», confiesa el jubilado del Banco Agrícola. Incumplida. Su día de suerte llegó cuando, haciendo la mili en Zaragoza, se cayó por una escalera y volvió a curarse la rodilla a casa. Coincidió con su prima Antonia y pasó el resto de la vida con ella, hasta que se fue hace dos años.

Paco Martínez: Un polizón de siete años

Viste de rigurosa chaqueta, poco pelo, mucha cana y una expresión en la que se adivina aún la cara de felicidad que se le quedó cuando tal día como hoy, en 1942, en plena batalla de Stalingrado, le dio el 'gordo' al 26.664, las cinco cifras de su vida. «Yo vi el premio, sabía que iba a llegar. Me puse muy nervioso, mucho. Fue precioso. Me gustaba ir a la Lotería, porque ese día nos daban un huevo frito y en aquellos días nos comíamos el pan duro si nos lo ponían por delante. Fue precioso, porque cayó en el taller de unas modistillas de Madrid que nos reunieron y nos dieron tres mil pesetas a cada uno, que era un dinero en aquella época, pues mi primer sueldo, años después fue de 300 pesetas».

El 23 de diciembre de 1942, Paco posaba en la escalera del edificio de la Lotería en la Calle Montalbán ante la prensa junto a José María Aznar Martínez, algo más que un compañero de clase. Porque con él había vivido su noche de suerte años atrás. Estaban en un internado de Cercedilla, en la Sierra de Madrid, dos criaturas de 7 años en una noche helada. «Echábamos mucho de menos a nuestras madres. Así que Aznar y yo hicimos el petate y nos largamos del colegio». Llegaron a la estación con las pocas nociones del mundo que tiene un chaval de esa edad. «Sabíamos lo importante: en qué sentido circulaba el tren que iba a casa». Prófugos corriendo al hogar, a las faldas de la madre, María Luisa, viuda con suficientes dificultades como para separarse de su Paco, un chaval alargado con los ojos grandes. Y que hoy es un anciano con porte y memoria, pero un anciano al fin y al cabo. «Nos metimos en el aseo del tren para escapar del revisor, pero nos cogió. Nos cayó una buena, pero fuimos con la madre, y como nos echaron de aquel colegio, pudimos entrar en San Ildefonso y tener esa familia tan grande. Esa fue mi suerte, no el 'gordo', porque encontré lo que necesitaba en la vida. No se puede ser buey solo. Esa es la lección de los niños de San Ildefonso».