MEDIAS TINTAS. Cristiano Ruggiero, cajero de un café de Turín .
MUNDO

La Italia de Berlusconi

Una grave crisis política y económica atenaza al bello país de la «dolce vita» a una semana de las elecciones presidenciales

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El avión desciende hacia Fiumicino, el aeropuerto romano, sobre una postal que sirve de conjetura italiana: una geometría admirada por Josep Pla, paisaje moral, campiña sutilmente urbanizada, de cipreses que han sido congregados como un rebaño entre las tapias de un cementerio y así suavizar el sueño eterno, abrevaderos, canales, carreteras trazadas por ingenieros inclinados a la curvatura que escoltan otros cipreses, estos alineados, dóciles al pensamiento del jardinero, villas de piedra pulida por canteros coetáneos de Mario y Sila, palomares, huertas, mansas colinas y planicies. Es un paisaje civil, de quien lleva más de dos siglos y medio sabiendo que conviene estar a bien con los dioses (o con el único Dios verdadero), cautela compatible con una amable residencia en la Tierra: habitación con vistas y una mesa donde convivan el trigo, el vino y el aceite. El aeropuerto, envejecido como casi todo lo que Italia levantó durante los años del «milagro económico» que cerró las heridas de la Segunda Guerra Mundial, cuenta otra historia. La del imparable declive político e industrial, moral y financiero de un país que pese a formar parte del exclusivo grupo de los siete más ricos del planeta, se ha convertido en «el enfermo de Europa».

Los días 9 y 10 de abril vive una elección dramática entre Silvio Berlusconi, el hombre más rico de Italia, que controla el 95 por ciento del mercado que «fabrica» realidad -es decir, la televisión- y que hace cinco años ganó la presidencia vendiendo la especie de haría ingresar a sus compatriotas en su club de potentados, y el «profesor» Romano Prodi, ex heteróclita coalición de centro-izquierda, que pretende devolver al «bello país» de la «dolce vita» el prestigio perdido en la escena internacional.

Amoralidad

¿Hasta qué punto se ha resquebrajado la esplendorosa máscara carnavalesca de un país que adora el teatro y que lleva quince años a la cola de la Unión Europea en crecimiento y cuyo grado de competitividad es tan pobre que ocupa un vengonzante puesto 47 en el escalafón internacional, justo al lado de Botsuana? Aunque la alta velocidad existe, la mayor parte de los trenes recuerdan a los que circulaban por España hace veinte años. Un manual de enseñanza del idioma que difunde el Instituto Italiano de Cultural ironiza sin pudor en su primera lección sobre la legendaria impuntualidad de Trenitalia, y es fácil dar con un revisor que recorre el convoy dándose con la gorra en el muslo mientras hace la vista gorda. Como contrapartida, la lentitud permite disfrutar de un paisaje incomparable, y del jugo de conversaciones ancladas en el tiempo. El país parece preso de una epidemia de «menefreguismo», un reiterado «me importa un comino». El «melasudismo» propicia un estado de amoralidad que impregna la administración, la banca y los negocios.

Al expreso que amanece en Turín, junto a los Alpes nevados, y se acuesta en Calabria, en el profundo sur de mafias y padrinos, le lleva la friolera de dieciséis horas, aunque permite descubrir que entre la capital del Piamomente, que fue sede real, y la Nápoles que canta como pocos Erri de Luca, hay por lo menos dos países convertidos en uno solo hace menos de 150 años. La máscara es clásica y reciente, y participa del innato talento italiano para vender sus deliciosos encantos. Sin embargo, «el país más bello del mundo», como lo define el barbero Silvano Rossi, lleva años atascado en el barro de su propio encantamiento. Nacido en Umbría hace 76 años, a Silvano Rossi, se le ve en su salsa plantado en medio de una barbería centenaria. Con pajarita y bata impecables, el blanco del uniforme de trabajo ha ido perdiendo apresto y es hoy de un gris madreperla.

Lleva cincuenta años mejorando cabezas romanas, siempre masculinas: «Sólo hombres. El que atiende a todo no atiende a nada». Como buen italiano, habla con el cuerpo y con las manos. Es fácil imaginárselo dando vueltas en la peluquería cuando Roma languidece, reflejándose en los espejos, después de haber embellecido a romanos reyes del piropo, de las Vespas con mujer opulenta en bandolera, romanos que se comen a las hembras con los ojos, que no han cambiado y no están dispuestos a hacerlo, mientras ellas siguen pisando con garbo: los altos tacones siguen altos en Italia.

La iglesia manda mucho, pero la carne es la carne. Cuando se le pregunta por Italia no lo duda: «El país más bello del mundo. Y esto es Roma», como si con eso estuviera dicho todo. Y lo cierto que con eso está dicho casi todo, a pesar de los gatos, la suciedad, la decadencia. El síndrome de Stendhal sigue haciendo estragos en quien no tenga la sensibilidad adormecida. Silvano confía en el futuro. «Soy optimista». Es su forma de estar en el mundo: «El futuro será bellísimo». Este barbero es un esteta. Agita las manos como un pájaro de estirpe romana con jaula dorada en 'la Via dei Pianellari', no muy lejos del Tiber, del puente de Umberto I. Siempre vota: «Es una obligación ciudadana».

«Mirada hacia el futuro»

Dice que la democracia italiana goza de buena salud: «Puedes votar a quien quieras. Se puede decir lo que se piensa». Con reticencias más de banquero que de barbero, confiesa que le es «simpático el cavaliere», que es como muchos italianos se refieren a Berlusconi. «En cuatro años ha hecho lo que muchos no han hecho en cincuenta. Pero es mejor no hablar. Porque la política nos vuelve irracionales. Para la barbería es mejor ser muy neutral. Que sean otros los que hablen». Sabio barbero.

Mientras, junto al puente, al atardecer, un cura con alzacuello lee su misal ensimismado, ajeno al tráfico furioso, a los pitidos de los guardias, algunos tocados con el salacof que llevaban los municipales españoles en tiempos de Franco. El Tíber baja manso hacia el castillo de Sant' Angelo y el Vaticano, y los turistas, termitas que alimentan la máscara italiana, se asoman al pretil para fotografiar la belleza del fin del día, que en Roma es siempre asombrosa. Tal vez menos para Daniela, dependienta de una de esas tiendas capaces de satisfacer el gusto más envilecido por 'Falcon Crest' y lo que vino después: ropa vaquera «enriquecida» con pedrería, encajes, escotes, lazos, bordados y celosías.

Moda hortera de altos vuelos que Daniela defiende con solvencia en su establecimiento de la Via del Tritone, no muy lejos de la gran columna que algunos cofunden con la de Trajano y frente a la que Zara ha abierto uno de sus establecimientos más rutilantes. Cree Daniela que los últimos años han hecho la vida «mucho más estresante, menos segura, con el terrorismo y todo eso». Adora a Berlusconi: «Amo a Berlusconi», dice, y a renglón seguido, sin que medie pregunta alguna, remacha: «El comunismo no resuelve nada».

División

En Italia el mundo se divide en dos, como un Tiber político, entre el sur y el norte, entre la izquierda, la derecha y sus intrincados afluentes. Desde Milán, a Paolo Flores d'Arcais, uno de los intelectuales más reconocidos de Italia, director de la revista «Micromega», no le parece que hay la menor exageración en considerar a Italia «desde el punto de vista democrático, el enfermo de Europa. Se trata de una situación monstruosa, en la que el régimen de Berlusconi ha puesto en entredicho la división de poderes y la mafia ha aprovechado los últimos cinco años para multiplicar su poder». Aunque buena parte del poder de Berlusconi se asienta en el norte, gracias a la alianza de la Liga Norte, en Sicilia ganó en todas las circunscripciones, un bingo casi imposible de repetir. Pero no es fácil encontrar a partidarios de Berlusconi en Turín, la capital piamontesa, un primor de racionalismo romano embellecido por el barroco y bañada por el Po.

Beppo Marchetti nació en Milán hace 31 años, donde se licenció en filosofía. Después de probar suerte como periodista en Roma, acaba de instalarse como librero turinés. Cree que el país ya ha tenido bastante de Berlusconi, y que «cualquiera, incluso Prodi, sería bueno para Italia, donde muchas industrias han cerrado y la división entre el sur y el norte se ha acentuado».

Esplendor pasado

Aunque los recientes Juegos Olímpicos de invierno le han devuelto parte del esplendor pasado, la ciudad de la señera FIAT, emblema de la Italia renacida de la posguerra, está lejos del muy lejos del esplendor pasado. Ignacio Re, tiene 80 años, dejó en la empresa automovilística de los Agnelli sus mejores años, donde era parte de una cadena de montaje.

Elegante, con corbata y gorra a juego, ve pasar la tarde en una de las principales avenidas de Turín. Jubilado desde comienzos de los ochenta, fue siempre «operario». Recuerda los años buenos, «los sesenta y los setenta, antes del declive económico». Del «presidente del Consejo», como se refiere a Berlusconi, dice que «es un payaso». Pero no le entusiasma la política, es «cosa desagradable».

De política dice no saber nada la peruana Violeta Daza, nacida en Cuzco hace 30 años. Se vino a Turín en 2001 alentada por una tía que la precedió, pero ya no se hace ilusiones de sacar partido de su título de enfermera tras comprobar que «para homologar el título hay que estudiar, para estudiar ganar dinero, para ganar dinero trabajar».

Y es lo único que hace: cuidó ancianos, limpió casas, ahora atiende un locutorio. Por eso, «cuando ahorre la suficiente plata» volverá a casa. En Turín ha visto la cara del racismo. «Algunos me han ayudado, pero en general, a los italianos no les gustan los extranjeros».

Cristiano Ruggiero, de 49 años, atiende a otro personal desde la barra y la caja del Caffé Mulafsano, fundado en la segunda mitad del XIX, ornado con mármoles «rouge de Var, ónice de Piamonte, verde de los Alpes, rojo de Francia y amarillo Imperial». Se cura en salud diciendo que «Turín siempre ha sido rojo, y por eso Berlusconi no es muy apreciado aquí».

Entre Turín y Roma, Génova trata de aplicar el formidable proyecto de Aldo Rossi para reformar el puerto y la ciudad. Allí reside desde hace seis años la actriz Anne Serrano, santanderina de 41 años, criada en San Sebastián. Da clases de español en la universidad y ha experimentado en carne propia el endurecimiento de la máscara.

«Hemos ido a peor. Esto es un putanaio». Ahora cobra una vez al año y la mitad de lo que solía, y la burocracia parece un calco de la soviética. «Pero a pesar de todo, alegría no falta». Lo único que le pide a su compañero, el forense genovés Ernesto Palestrini, de 44 años, es que no se lleve trabajo a casa.

Palestrini, que gasta un humor sutil, admite que el país está bastante postrado, aunque no es todavía un cadáver. «Para el poder, es decir, para Berlusconi y su entorno, toda oposición es comunista. Personalmente creo que estamos mal. La mayoría de la gente tiene dificultades para llegar a fin de mes, en la cuarta semana ya no queda dinero». Pero cree, como el diseñador milanés Philippo Manti, que «la sociedad italiana no está enferma, hay energía y deseo de cambiar. Hay esperanza».

Basta desembocar en la estación de Garibaldi -antes incluso de ponerse en manos de un taxista local-, para entender que «decir de Nápoles que es caótica es decir poco», como reconoce el prestigioso abogado Giuseppe Ceceri, al que todos conocen como Chicco. Mientras a la estudiante de turismo Manuela Ariota, de 25 años, le desespera el maltrato que reciben los visitantes, víctimas de robos y abusos, Ceceri cree que «la decadencia moral y física de Nápoles es innegable».

A sus 38 años no descarta regresar a la política, que ya experimentó como concejal de la Democracia Cristiana. Su crítica hacia el legado de Berlusconi, «dueño de un ego hipertrofiado», es severa: «hemos perdido credibilidad y prestigio internacionales. Su gobierno fue recibido con grandes esperanzas, y sólo ha cosechado desilusión». Desde Nápoles, Ceceri ve que la sólida sociedad del norte, «más emprendedora, ha fomentado el egoísmo», mientras que en su amado sur, «mucho más pobre», aprecia «más inteligencia y dinamismo».

Polaridad

Un análisis que desde el lejano norte y por teléfono comparte Philippo Manti, director de Promemoria, una empresa puntera en muebles. Manti cree que sería saludable que Berlusconi fuera derrotado, pero considera «una generalización injusta» decir que Italia ha perdido creatividad y sentido ético, porque «hay muchas pequeñas empresas que están haciendo un gran trabajo, son honestas e innovadoras». Falta el impulso político que inyecte nueva vida a la máscara, cambie su rictus. Aunque otros preferirían arrancársela. «Tantas veces hemos visto a los bandidos italianos a través del melodrama, que tenemos ideas muy falsas sobre el tema. En general, puede decirse que estos bandidos fueron la oposición contra los gobiernos atroces que, en Italia, sucedieron a las repúblicas de la Edad Media. El nuevo tirano era generalmente el ciudadano más rico de la difunta república, y, para seducir al pueblo bajo, decoraba la ciudad con magníficas iglesias y bellos cuadros».

Además de dar nombre al «síndrome de Stendhal», que comparte todo el que se deja abrasar por la belleza que Italia atesora, Henry Beyle demostró que para conocer y amar Italia hay que vivir aquí. Su retrato del país que incluye al inicio de sus «Crónicas italianas» acaso despierte ecos en la Italia de hoy. Pero el país es un palimpsesto. Tiene demasiadas capas. Interpretarlo es una osadía. Mejor tratar de imitar a Stendhal.