fallece Paco de Lucía

Érase un hombre a un aplauso pegado

Tras una infancia sacrificada y una juventud brillante, vivió la madurez ya convertido en un mito consciente, con el aire de querer escapar del peso de tanto talento

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cádiz. Con la genialidad, con el talento descosido, debe de suceder como con la estupidez. Que los demás perciben los efectos pero el portador de tal condición vive algo ajeno a lo que provoca. Francisco Sánchez Gómez, el de Lucía, la portuguesa (Algeciras, 21 de diciembre de 1947) pareció arrastrar esa contradicción toda su vida. Deja una estela deslumbrante. Ni siquiera ha sido necesaria la hipocresía social inherente a la muerte para que despertase admiración universal. Fue considerado desde joven un talento descomunal, uno de los mayores músicos de la historia y uno de los mayores intérpretes que haya tenido nunca la guitarra, flamenca y sin apellidos, en todo el mundo, en todos los tiempos, el mayor divulgador del flamenco. No necesitó el –algo precoz, muy repentino y totalmente inesperado– fallecimiento para escuchar esas calificaciones a cada paso.

Otra cosa es que lo disfrutara, que transmitiera cualquier sensación parecida al gozo por recibir esa reverencia musical, de colegas, público y crítica, con carácter planetario. Los que consiguieron acercarse afirman que era tierno y afable, generoso, incluso frágil, de ahí que siempre tuviera un entorno que lo protegía. Fuera cierto o por pura timidez, lo cierto es que pasó toda su vida en un eterno viaje de ida y vuelta entre la experiencia musical (vital también para él) y el recogimiento. Distinto también en eso.

Admitía unos años «locos» de excesos cuando empezó a recorrer el mundo. Era cuando mostraba una forma única, que estrenaba y se ha perdido, de tocar la guitarra. Pero nunca dio el perfil bohemio del tópico flamenco. Autodidacta, capaz de leer obsesivo a Ortega y Gasset hasta que dice que le afectó al humor. Fiel a Wilder, capaz de debatir sobre Bach, mentalmente hiperactivo, loco por una tertulia de bar con los suyos, el prestigio y los gritos de «bravo» le perseguían. Un efecto indeseado de su privada pasión por la música.

Siempre pareció sufrido. «Odio la guitarra». «Odio la presión de tener que estar inspirado al tocar». «No soporto que nadie me hable de guitarra y de flamenco, lo tengo prohibido». Son frases que dejó colgadas en sus pocas entrevistas –también recelaba de esa exposición– y que suman una sensación que hoy parece incorrecta: le pesaba ser genio, esa luz deslumbrante cegaba a los demás, él estaba detrás del foco que se veía desde los cinco continentes, él prefería estar a oscuras. Ese cariz huraño, reservado y seco pudo tener origen en su niñez algecireña. De algún modo, fue un niño prodigio, forjado por un padre disciplinado que era un guitarrista sufrido, un gran aficionado y un buen profesor.

A los 12 años, aún Paco Sánchez, el de Algeciras, había debutado con éxito en un festival jerezano con sus hermanos y enseguida fue calificado como promesa peculiar. Apenas seis años después lo había confirmado. Y en 1973 llega su primer éxito, el casual ‘Entre dos aguas’, su coincidencia cósmica con Camarón y el inicio de una carrera que ya era mítica en su ecuador, con apenas 40 años.

La disciplina, el esfuerzo, ese cansancio por arrastrar un talento tan enorme, seguían ahí. Los que le veían entre cuatro paredes afirman que disfrutaba. A los ojos del público siempre tuvo pinta de querer salir corriendo. Sólo con la creación, con la inconmensurable capacidad para interpretar y transmitir, para parir música, era feliz. Lo dijo. El resto, le interesaba poco. Lo repitió. Lo demostró.

La brecha se hizo mayor en los 80. Llegó la fama mundial. Las giras con Di Meola y McLaughlin. Después, en la siguiente década, las declaraciones de amor de docenas de estrellas del rock y el pop, Keith Richards o Julio Iglesias queriendo grabar con él sin conseguirlo, aplauso universal, conversión en mito viviente y andante. Todo ruido para alguien forjado en un cuarto de ensayo, en el doloroso placer de rasgarse.

Se acostumbró a huir. Los relatos le situaban en una remota playa mexicana, en Yucatán. «De los paraísos también te cansas si abusas, del sexo, las drogas, todo tiene que ser de vez en cuando para que sea gozo», le dijo a Diego Manrique en una entrevista en 2004. Se confesaba dolido por las acusaciones de haberse apropiado de la autoría de la obra de Camarón, admitía que le había quitado el sueño «esa injusticia». En Cancún, en Mallorca o Toledo, cada vez menos conciertos, escogidos, menos reuniones con gente corriente, la que añoraba, de la que siempre quiso formar parte, a cuestas con la mayor brillantez que se haya conocido en lo suyo.

Ya tenía 27 discos publicados y la gloria pegada a los dedos. ‘Honoris causa’ por la Universidad de Cádiz y la de Berklee, premio Príncipe de Asturias, dueño en vida de la mitad de la leyenda del cantaor más grande de todos los tiempos, consiguió vivir como quiso, con quien quiso, tocando cuando quería, lo que quería, lo que sólo él podía, con quien le placía. Tanto que murió en la playa, jugando al fútbol. El sueño de todo gaditano que sólo alcanzan los que lo merecen. Los genios. Incluso los que lo son a su pesar.