opinión

El señor de los pinganillos

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Ronda sus vidas desde siempre, sumergido en el sombrío anonimato de la indiferencia; ha pasado junto a ustedes en tantas ocasiones que lo perciben paisaje. Su misión –todos tenemos un par de ellas– es servir de escolta, mas no como Fernando Aparicio, que de interponer su cuerpo entre ediles vascos y afilados fragmentos de plomo ha pasado a luchar contra una legislación discriminadora –la de género– y una muy desconocida bruja de Zugarramurdi. El personaje del que les hablo, el del pinganillo, es multifunción, como mi impresora, pero sin cartuchos recargables. Lo habrán visto en diferentes contextos: el niño en el entierro, el novio en el bautizo y el muerto en la boda (la santísima trinidad del pinganillo). Recorre todas las calles de todas las ciudades asistiendo a todos los Reyes Magos de todas las Españas (la santísima infinitud del pinganillo). Es factor fundamental para que remonte la nación –más aún ahora que Angela Merkel levita, postrada de maldición borbónica– que el figurín pinganillesco dé el pase de bolsas plenas de caramelos a los Magos y pajes de todas las carrozas –conspícuamente conceptuales– de la patria donde fue parido entre estertores (el grueso cabezón aflequillado de) Arturo Mas.

Ha sido despojado ya de sus ropajes navideños pero prevalece, pinganilleando, decidiendo quién entra o sale de los vomitorios del Falla; cronometrando al segundo métrico la distancia que separa al Cristo de la Virgen (Si un Jesús sale de Puntales a las 17.00 horas a una velocidad de tres metros por minuto y una María parte de Loreto a las 18.30 horas a cincuenta decímetros cada sesenta segundos, ya saben). Sin embargo, en verano, el señor del pinganillo no consiente coordinar a los voluntarios de Cruz Roja en las ferias de guardar. Va contra su ideología (su ideología oscila entre figurar y estar figurando).

España, Cádiz, es un país de pinganillo y pandereta. Una tierra exenta de conejos en la que siempre habrá un extraño e invisible protohombre que se creerá solidario calibrando una marea de niños pidiendo caramelos o cerumen en vez de donando sacos de chícharos y alcauciles allá en donde no haya un chaval al que dirigir y un fotero al que sonreír, permitiendo que luzca, brillante, el adminículo del poder. Un pinganillo para gobernarlos a todos en la Tierra trimilenaria donde se extienden las Sombras.