hoja roja

Comulgar con ruedas de molino

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De pequeña odiaba a Pollyana –de mayor también, aunque menos– porque la hiperglucemia sentimental siempre me ha producido cierto rechazo. Ese perverso jueguecito de la positividad, del que tanto abusó Benigni en ‘La vida es bella’, y sus irreales lecciones de moral en medio de un mundo realmente inmoral son, cuanto menos, para vomitar. Pero, qué quiere que le diga, a falta de vidas ejemplarizantes de niños santitos y mártires, crecimos con Pollyana y aprendimos, por encima de todo y a pesar de ella, que cuando las cosas van mal, siempre van a peor.

Esta crisis y las medidas de opereta que se han impuesto para paliarla se han contagiado tanto, tantísimo, del ‘efecto pollyana’ que he llegado a ver funcionarios contentos por no tener paga de navidad porque así –decían– ponían freno al desquicie consumista en el que estaban hundidos. He visto gente que aplaudía los recortes sanitarios porque de este modo «sólo irían al médico los que estuviesen realmente enfermos». Un disparate, sí. Lo del Pollyana llevado a sus últimas consecuencias.

Aunque, sin duda, algo bueno podremos sacar de la crisis. Tal vez consigamos que las aguas salidas de madre vuelvan a su cauce. Lo hemos visto en los últimos tiempos con los cumpleaños infantiles, que de cincuenta invitados, pasamos al cine con los cuatro amiguitos y de ahí, al bucolismo -¿bucolismo?- del parque Genovés y del Celestino Mutis con los bocadillos caseros y los batidos del Mercadona. Es mejor así, decían los correligionarios de Pollyana. Es más barato, querían decir. Y lo estamos viendo con el crimen del mes de mayo que cantaba Carapalo hace casi un cuarto de siglo. Tanto lo estamos viendo, que del vestido de Sissi, del book fotográfico con pajas y violines, de las pruebas del menú de cien euros, del supercastillo hinchable, de la lista de bodas y del viaje a Disneyland Paris hemos pasado a la austeridad más merkeliana. El traje de la prima, las fotos en La Caleta con la cámara digital, el desayuno –como ha sido siempre, dicen los pollyanadictos–, para la familia y vámonos que nos vamos que así todo tiene un sentido más íntimo y más sencillo, jajajaja. Perdone que me carcajee. Es más íntimo, más sencillo y mucho, muchísimo más barato. Pero en el fondo sigue siendo lo mismo. Una ceremonia social donde lo que menos importa es lo que dio origen al mamarracho.

Por eso, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, son varios los colegios y parroquias que proponen dar un vuelco a tanto disparate pasando incluso a día laborable la fecha de la celebración. No está mal. Unos por una cosa y otros por otra parece que el crimen del mes de mayo ha prescrito. Ahora bien, que no lo llamen cordura, cuando quieren decir «estamos tiesos». Porque en la riqueza y en la pobreza, el tema de las comuniones es siempre el mismo, el que cantaba Juanito Valderrama desde el quicio de la puerta «con lágrimas en los ojos y risa en el corazón», un reducto carpetovetónico de una España que también ha prescrito.

Como Pollyana, miramos para otra parte, la Iglesia que consiente que cada año cientos de niños –de los que luego nunca más se supo– comulguen, mira para otra parte. Y así nos va con todo.

Al fin y al cabo, estos tiempos nos están acostumbrando a comulgar con ruedas de molino.