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Arte y carnaval en serio

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Este año, más que en otras ocasiones, me hubiera gustado visitar ARCO por ver si la mano de su nuevo director, Carlos Urroz –un tipo inteligente y poco pretencioso; rara avis en un mundo como el del mercado del arte– se va notando y logra sacar a la feria del atolladero al que tantísima tontería la ha arrastrado.

Y es que ARCO o la mala interpretación que se ha hecho de ella, no es más que la gala donde se celebra un año entero de vanidosa burbuja cultural en la que lo menos celebrado es el contenido expuesto y lo que realmente se magnifica es quién, con quién y cuánto.

ARCO es una suerte de autobombo en el que privan más las relaciones que los relatos artísticos y mucho más los galeristas que los creadores. En palabras de Miquel Barceló, preguntado hace unos días por ARCO: «No voy. No es un sitio para ver arte. Es desagradable» .

No se debe confundir ARCO con arte. La necesidad de generar debate y la posibilidad de conocer el mundo contemporáneo a través de los discursos creativos se mantienen intactas en circuitos ajenos a esa farándula de feriantes y a sus tejemanejes e intrigas. Las galerías tradicionales nada tienen que ver con el devenir actual del arte; pero tampoco hay que ponerse trascendente, ARCO es un acto de prensa rosa y, por lo tanto, no hay que tomárselo en serio.

No hay que olvidar que el respetable objetivo de ARCO es absolutamente comercial y que se trata de un acontecimiento a mayor gloria de las galerías de arte como empresas privadas. Hasta aquí todo bien si no se tuviera en cuenta que se subvenciona mayormente con dinero público y que, en compensación, la vocación de servicio al ciudadano demostrada por las galerías, como supuestas canalizadoras de cultura, es escasa; digamos nula. Por supuesto hay honrosas excepciones.

Sería interesante revisar que Art Basel –tanto en su edición suiza como su versión americana en Miami–, Frieze, The Armory Show y FIAC, por nombrar a las ferias de mayor prestigio, son iniciativas privadas. Quizás ahí estuviera la verdadera solución de ARCO, pues con el dinero privado no se juega.

Algo similar ocurre con los Carnavales en su versión exhibida, la que nos llega a los que estamos fuera. La profesionalización de la gracia, la dependencia de las Instituciones, el metacarnaval que sólo habla de sus rifirrafes internos, el abuso de chistes repetitivos, esas caras enfadadas al cantar –o agresivas, que no lo tengo claro– y el pensamiento telecinco se han adueñado del concurso y, por lo tanto, de la imagen externa de la fiesta gaditana. Nada hay más sin sentido y aburrido que tomarse el Carnaval en serio.

Los fines de semana son la excusa para celebrar un macrobotellón callejero que aleja a los carnavales de su primigenia intención liberadora y de su posterior consagración como el canal adecuado para la protesta irónica, la reivindicación humorística y la generación de conciencia colectiva. El Carnaval se ha convertido en una fiesta estandarizada y franquiciada. Por supuesto aquí también existen excepciones y voces de autores que predican la crítica y la autocrítica.

No se trata de meter a todos en el mismo saco, pero ni ARCO representa el debate o la reflexión a través del arte, ni el concurso del Falla define el pensamiento gaditano o la necesidad expresiva de la ciudad. Para eso quedan la calle y las necesarias e imprescindibles ‘ilegales’, que en la ironía de su denominación llevan toda la autenticidad.