José Francisco Molina, exportero del Atlético de Madrid, del Deportivo y de la Selección, entre otros equipos, se dedica en la actualidad al entrenamiento de jóvenes promesas en el Villarreal C después de haber recibido el alta hace dos años.
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«El cáncer me ha enseñado a disfrutar más de la vida»

Este portero no se dejó meter ni un gol; ni siquiera por el cáncer. La enfermedad lo retiró del terreno de juego, pero por poco tiempo. La entereza fue clave en su recuperación. Han pasado siete años desde que contara su dolencia para conmoción del público. Hoy recuerda cómo miró de frente a su rival para ganar el partido más importante de su vida

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Nervioso, pero sin dramatismo. Así informó a la opinión pública José Francisco Molina (Valencia, 1970) de que un cáncer testicular le obligaba a abandonar su carrera deportiva en octubre de 2002. Tres meses después, el exportero del Deportivo, sin un solo pelo pero con todo el brillo de la ilusión en los ojos, reapareció para celebrar con su afición que regresaba recuperado de la enfermedad. Entre uno escenario y otro, sufrió tratamientos crueles, momentos difíciles y mucho desconcierto. Pero sobre todo hubo una medicina que jugó un papel importante: su actitud. Tal y como dijeron sus médicos del Instituto Valenciano de Oncología, «la entereza con la que toleró los tratamientos» resultó fundamental para el éxito del mismo. Hoy, retirado del fútbol y recuperado, dice con humildad que no cree ser un ejemplo para nadie. Pero se corrige de inmediato y se vuelve generoso para compartir con quien las necesite sus recetas para salir adelante.

El miedo es humano, pero no fue la forma con la que Molina afrontó el diagnóstico de su cáncer. «Recuerdo que mi primera reacción fue de sorpresa: no sabes muy bien dónde estás ni qué te espera. Y de la sorpresa pasas a la preocupación ante el problema. De la preocupación regresas al desconcierto. Pero en mi caso todo cambió rápidamente a una sola idea: buscar la mejor respuesta al problema. Es decir, buscar los mejores médicos y los mejores medios. ¿Miedo? En mi caso, no. Lo único que quería era buscar soluciones». Cuando recuerda aquello, hace una pausa para atar el revuelo de recuerdos en una sola idea: «Solo intenté afrontarlo con la mejor actitud posible». Y lo único que recomendaría a quienes se enfrenten a recibir la indeseable noticia durante un chequeo de rutina es aferrarse a la ilusión y al optimismo. «Todo el mundo insiste en la actitud es muy importante. ¿Hasta qué punto es medible el factor psicológico? No lo sé. Pero lo cierto es que uno tiene que poner todo de su parte», reflexiona.

Eso no debió de perder de vista cada vez que tenía un momento de flaqueza durante el tratamiento. Físicamente, Molina confiesa que no pasó ningún infierno. Su tumor fue detectado pronto y no sufrió dolores excesivos. «Quizá lo diga ahora así porque ya lo he pasado», bromea. Pero lo cierto es que lo más duro para él fue aguantar el envite psicológico. «La incertidumbre es lo peor de esta enfermedad. Es la palabra que, para mí, la define. No sabes cómo vas a reaccionar al tratamiento. Siempre estás con un ‘a ver si…’ en la boca. A ver si la prueba sale bien… A ver si el TAC es positivo…». Y en ese trance, siempre hay una imagen que te persigue. En el caso del ex cancerbero, era la de su hijo. «Era entonces pequeño. El mirarlo y pensar que algo no podía salir bien… Era duro». Pero su forma de ser transformó el temor en reto: «Me daba fuerza para seguir». Las miles de cartas «llenas de cariño» que recibió de España y del extranjero, también le animaron. «Las recuerdo todas. Psicológicamente te ayudan mucho».

Al margen de lo que un paciente pueda pensar y su forma de afrontar la enfermedad, lo que tiene claro Molina es la importancia de confiar en los médicos. «No me atribuyo ningún mérito. Quienes lo tienen son los profesionales que llevan años investigando y los médicos que hacen posible las terapias. Yo solo puse mi cuerpo a en sus manos», concluye. Para sus médicos del Instituto Valenciano de Oncología se deshace en elogios. Pero, ojo, no habla de sus currículos. Lo hace de otro factor igualmente valioso: «El trato que recibí fue exquisito».

En la actualidad Molina entrena a chavales de entre 16 y 22 años en el Villarreal C; un trabajo con el que dice disfrutar mucho. Hace dos años que le dieron el alta los médicos, pasados ya cinco desde el tratamiento de quimioterapia. Aunque aún hoy no le dejan olvidarse –ni él tampoco quiere– de una enfermedad a la que llama cáncer sin pudor alguno, ya que cumple con sus todas sus revisiones. «Es importante mantenerse controlado», aconseja.

El cáncer pasó y no dejó sus indeseables huellas en su organismo; muy al contrario, caló para bien en él. «Tus prioridades cambian. Sigo siendo el mismo antipático, mi carácter es el mismo. Pero el cáncer me ha enseñado a saborear las cosas pequeñas; ha hecho que ahora sepa disfrutar más de la vida. Me enfado por menos cosas, le doy menos importancia a los problemas. Vivo la vida con la misión de disfrutarla al máximo y con la ilusión renovada de crecer como entrenador», sentencia desde su casa en Valencia.

Con el Atlético de Madrid, Molina vivió su cumbre futbolística en 1996: el equipo se proclamó campeón de Liga y ganó la Copa del Rey en el mismo año. Pasado el tiempo, y recorrido otros caminos, el trofeo que de verdad este futbolista guarda con más cariño es otro: su vida.