Hilando fino. El ginecólogo José Gurrea da los últimos puntos, en presencia de una ayudante y la periodista que firma este reportaje. :: Luis Ángel Gómez
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«Vengo a que me cosan»

Comía jamón, bebía alcohol y perdió la virginidad a los 16. Pero Nadia ha dado un cambio a su vida. «La pureza es una virtud, lo dice el Corán»

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Vaqueros, niki, jersey azul y un pañuelo palestino al cuello. De esta guisa entra Nadia en una salita de espera de la clínica privada Euskalduna, de Bilbao. No llama la atención de nadie. En la sección de Ginecología y Obstetricia, los pacientes sólo tienen ojos para las revistas del corazón y la matraca de ‘Gran Hermano’: «Siempre me caíste mal. ¡¡Eres un gilipollas!!», le grita Mercedes Milá a un concursante. Todos miran hacia la pantalla, aunque sea por un segundo, menos esta joven de origen marroquí-argelino. Tiene 21 años y la mente en otra parte: desliza la mirada por el suelo y se acaricia el estómago. Esta mañana no ha probado bocado.

Sus padres ni se imaginan lo que anda rumiando la benjamina de la familia. Llegaron en 1990 al País Vasco y, desde el principio, quisieron que sus hijos se sintieran como en casa. Integrados al cien por cien. Sin nostalgias de una sociedad que apenas llegaron a conocer y, sobre todo, muy alejados de una práctica que a la inmensa mayoría de las mujeres del siglo XXI les parece –como mínimo– humillante. Muy difícilmente comprenderán el interés de su retoña en reconstruirse el himen (himenoplastia), una operación que apenas se realiza seis veces al año en la clínica Euskalduna.

Las pacientes son gitanas o musulmanas, pagan 630 euros por unos cuantos puntos de sutura y la ‘ilusión’ –o como se quiera llamar– de volver a ser virgen. «Me caso el próximo verano en Marruecos con un chico de Casablanca, y él me quiere ‘intacta’. Por eso vengo a que me cosan. Y, qué va, no le he dicho nada a nadie», explica con toda naturalidad. Por si fuera poco, causa más pasmo su libertad de antaño: comía jamón tranquilamente, bebía alcohol todos los fines de semana y no dudó en perder la virginidad a los 16 años con un chaval musulmán. No tenía nada que lamentar hasta que descubrió que «la pureza es una virtud porque lo dice el Corán». Tajante.

Ojos y pestañas negrísimas de magrebí pero contundencia de chica occidental. ¡Menuda es Nadia! Paga de su bolsillo la intervención –«soy operaria en una empresa»– y piensa marcharse a vivir al norte de África pero luego se niega a dar la cara ante el fotógrafo y tampoco se identifica con nombre y apellidos. No quiere airear su «ortodoxia» porque en el pueblo donde vive, muy cerca de Bilbao, «los amigos no tienen ni idea de lo mucho que he cambiado». Al pensarlo despacio, ni ella misma se lo cree. Pero sigue adelante, sin vacilar, convencida de que Alá lo quiere. No es mujer que se eche atrás y ahora, insiste, se esforzará «para no cometer fallos». Esto va en serio.

En la sala de quirófano suena música de Shakira y ya no siente las piernas. Le han aplicado una anestesia epidural ligera–que durará una hora–, suficiente para que no le duela nada y, de paso, responder cómodamente a varias preguntas. Tan dulce y discreta en apariencia, le sobra desparpajo cuando se le pone una grabadora delante.

–¿Qué te llevó a esta vuelta de tuerca?

–Encontrarme, poco a poco, con otros inmigrantes musulmanes. ¡Me di cuenta de que había un montón de cosas que yo no sabía! Y, joer, me dio rabia haber cometido errores.

–¿Tus amigos de pandilla son árabes?

–No, ninguno. Son gente de aquí. Aunque, bueno, sí que trato con una chica de Marruecos. Nos llevamos muy bien.

–Nadia, ¿no será que tú tienes una crisis de identidad?

–No, no. Yo soy Nadia, sé muy bien quién soy y así seré siempre.

–No obstante, vas a engañar a tu futuro marido. Eso no refleja mucha seguridad...

–No, no. Pienso decirle la verdad al día siguiente.

–¿Queeeé?

–Sí, esto es un gesto de generosidad. No soy virgen pero me gustaría serlo. Quiero que lo sepa.

–¿Le exiges lo mismo a tu pareja?

–Somos nosotras las que debemos ser vírgenes.

–¿Y eso?

–Es así.

–¿Querrías que tus hijas se casaran vírgenes?

–Claro.

–En pocas palabras, ¿qué te aporta el Islam?

–Un papel, un lugar en la sociedad y protección. Pero, oye, no creas que me gusta vivir oprimida y como una esclava. Todo tiene su límite. ¡Hay maneras y maneras de ser fiel al Corán!

Cláusulas matrimoniales

En eso último, al menos, coincide con Dolors Bramon, autora de ‘Ser mujer y musulmana’ (ed. Bellaterra) y profesora de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Barcelona. «Claro que sí. No se puede generalizar. En el mundo musulmán cabe lo mismo el feminismo más militante que las atrocidades de Nigeria y Afganistán... Y además, todo evoluciona. O se estanca». A título de ejemplo, saca a colación el caso de Jordania. Ahí lucen estampa los reyes Abdullah y Rania, todo ‘glamour’ y aparente modernidad, mientras los jueces se empeñan en seguir aplicando atenuantes a los ‘crímenes de honor’.

En este estado, fronterizo con Irak y Arabia Saudí, un padre condenado por matar a su hija, soltera y embarazada, «recibe trato de favor en la cárcel». Cuando se sometió a votación la abolición de esa práctica, la cámara baja (79 de 80 miembros) se posicionó en contra. «Hombres, para variar...», apunta Dolors Bramon. Nada de todo aquello se le escapa a Nadia, por eso lo advierte de antemano, con el aplomo de una chica occidental que conoce sus derechos: «Si Marruecos no me gusta, me vuelvo enseguida». Está convencida de que no pueden obligarla a vivir donde no quiere. Craso error. De ahí que Dolors Bramon le recomiende «un poco de asesoramiento; es bueno que conozca la existencia de las cláusulas que incluyen los contratos matrimoniales en Marruecos». Si no se especifica la libertad de residencia por escrito, «quizás no le permitan irse». Esa letra pequeña, que se adjunta en los documentos nupciales, marca la diferencia. «Ahí cabe exigir al hombre que no sea polígamo, si no es con la aprobación de la pareja; o que se contemple el derecho a trabajar de la mujer... En fin, temas muy interesantes».

Lo dicho: más vale que tome buena nota si no quiere arrepentirse de nuevo. Nadia aspira a hacer su voluntad en la medida de lo posible; y eso, claro, con el criterio de una chavala europea. A su primer novio, con quien perdió la virginidad, lo abandonó «porque era muy posesivo». Cortó porque se asfixiaba. «No pienso quedarme encerrada en casa. Si eso me pasa, me muero, me deprimo, lo paso fatal...». Nada que ver con su estado de ánimo actual, «lleno de sueños que haré realidad muy pronto». El más ambicioso es matricularse en Periodismo y «divulgar la realidad del Islam». Para conseguirlo, necesita algo más que clases de danza del vientre –«me encanta»–, pero bien es verdad que le sobra garbo para meterse en camisa de once varas. Ni se inmuta sobre la mesa de operaciones, con una sonrisa de oreja a oreja mientras las enfermeras van y vienen, el fotógrafo hace su trabajo y un médico ajeno a la intervención echa un vistazo a la reconstrucción y suelta muy serio: «Eso no se rompe ni con taladro».

El comentario no llega a su oídos; por suerte. No es raro que lleguen a efectuarse «muchos puntos, más vale que sobren que falten, para dar seguridad a la mujer», explica el ginecólogo José Gurrea entre costurón y costurón. Al final, se le deja un orificio mínimo, prueba visible de que «la segunda vez le va a doler mucho más». Queda por ver cómo reaccionará ese chico de «veintitantos», muy preocupado en la ‘integridad’ de su esposa y fiel seguidor del Islam, cuando se le revele la verdad al día siguiente. Cuenta Nadia con orgullo que «es profesor de Matemáticas, está preparando su tesis doctoral y suele viajar mucho a Francia». Nada que garantice un carácter conciliador llegado el caso.

Sea como fuere, a ella no le preocupa lo más mínimo. La vida le sonríe desde que se aferra a las raíces de sus ancestros. «Cuando se tiene una identidad sabes lo que quieres. Yo aquí me notaba perdida. Ahora sé que soy una mujer musulmana. Me encuentro tranquila».