LA TRINCHERA

Una historia real

Marta tiene 29 años, es licenciada en Filología Hispánica y lleva tres meses buscando trabajo. En septiembre la despidieron de una conocida empresa de servicios telefónicos, experta en el cobro de subvenciones y todo un referente en materia de represión sindical. Después estuvo cuarenta días vendiendo seguros puerta a puerta, pero no superó el mínimo de solicitudes exigidas y la largaron. Su novio dice que está obsesionada con aprobar las oposiciones de julio de 2010. Sus ex compañeras de piso la definen como amable, honesta, comprometida y paciente. Sus amigos le agradecen que sepa escuchar.

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Desesperada por ingresar lo que sea y como sea, el viernes mismo respondió a un anuncio que requería a una chica «joven y española» para cuidar dos ancianos. Le descolgó el teléfono un señor muy fino, de Sanlúcar. «El sueldo son 600 euros», le comunicó escuetamente. «¿Con alta?», preguntó Marta. «No, por supuesto que no», respondió el tipo con un bufido condescendiente. Ella lo pensó unos segundos y le dijo que sí. «Bien. Te quedarás a dormir en su casa. Son mis padres. Tienes que asearlos por las mañanas, prepararles el almuerzo, limpiar el piso, hacer la colada, atender cualquier cosa que te pidan, ponerles la cena y acostarlos a eso de las diez. Comerás con ellos. Todos los días, menos dos domingos al mes, que los tendrás libres. ¿Vale?». Marta tragó saliva y respiró profundamente, pero no pudo reprimir la rabia. «Son condiciones de esclava», dijo. «¿Vale o no?», quiso zanjar el señor feudal. «¿No, claro que no vale!, gritó Marta, antes de mandarlo a tomar por el culo. «Lo peor de todo -decía anoche, todavía nerviosa- no es que intentara explotarme, ni que lo hiciera de una forma tan fría y descarada. Lo peor de todo es que, de las diez personas a las que se lo he contado, cinco me han dicho que la dignidad no paga las facturas».