TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

¿Qué hacemos con el general Varela?

La nostalgia isleña anda cabizbunda y meditabaja en San Fernando por la suerte que la Ley de la Memoria Histórica hará correr a la estatua de su bilaureado hijo, el general Varela. Confieso que uno tiene sus dudas sobre el destino final de las conmemoraciones militaristas. Pero, en cualquier caso, prefiero a las estatuas ecuestres -cuestren lo que cuestren, que dirían Les Luthiers- antes que a algunos de sus originales, vivitos y matando. Pero entiendo que esas estatuas conmemorativas pueden llamar a engaño sobre todo si el jinete al que se homenajea, en realidad, nunca montó a caballo, tal y como avisó en un jocundo epigrama Angel González, el poeta recientemente fallecido y al que Izquierda Unida rendirá homenaje en Rota el próximo 24 de julio. Salvo en Cádiz capital, los militares ganan siempre a los poetas, en lo que a esculturas públicas se refiere. Y, en las guerras, por lo común no les ganan, simplemente les ejecutan.

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Mi memoria personal sobre Varela, como sobre tantos otros personajes históricos, es sumamente paradójica. Me quedó con su afición al flamenco, de la que me dio pelos y señales Chano Lobato, felizmente recuperado de su más reciente coma y que le conoció cuando era un chicuelo pícaro del barrio de Santa María: al menos eso cabe inferir, más allá del malange, de que hiciera amago frecuente de desahuciar una gitana, con tal de oírla cantar y perdonarle, a cambio, el embargo.

Incluso mantiene dudas cabales al respecto la propia Casilda Varela, una mujer lucida cuyo ideario no coincide con el de su padre pero que está levantando una necesaria fundación para la conservación de su memoria. Una mesa redonda sobre el general, celebrada el pasado día 12 en La Isla, tampoco permitió reconciliar posturas al respecto. Con Varela ocurre como con otros personajes relacionados con la última -esperemos- guerra civil española, esto es, que la pasión sigue guiando nuestros asertos. Pero más allá del instinto, el rigor histórico o el análisis de sus datos, permite calibrar con mayor rigor el alcance real de cada quien. Y es así que el historiador Francisco Espinosa Maestre me hace llegar una carta respecto al papel de Varela durante la guerra civil, más allá de su hoja de servicios en la guerra del Rif: «Sé algo de esa columna de la muerte a cuyo frente puso Franco a Varela a partir del 24 de septiembre de 1936 y me gustaría aportar algunos datos. Si se lee con detenimiento el diario de operaciones de Varela, cuya publicación estuvo a cargo de Jesús Núñez, se verá la absoluta desproporción entre las bajas de los golpistas y las bajas gubernamentales. La razón es simple: las columnas dirigidas por los africanistas no sólo iban realizando brutales razias en cada lugar que ocupaban sino que en su avance no dejaban ni heridos ni prisioneros», afirma.

«De ahí -añade- esas cantidades del diario de Varela: buena parte de esos cientos de bajas enemigas no son sino prisioneros aniquilados. Algún militar lo dejó anotado en su diario. Pero fue sobre todo un capellán jesuita, Fernando Huidobro Polanco, el que nos dejó el testimonio clave. A Huidobro le cogió la sublevación en Friburgo, preparando su doctorado en Filosofía bajo la dirección de Heidegger. Rápidamente marchó a España y a finales de agosto se incorporó como capellán a la 4ª Bandera de la Legión, con la que permaneció hasta su muerte en el frente de Aravaca en abril de 1937. La particularidad de este capellán es que en octubre del 36, es decir, en el preciso momento en que Varela estaba al mando de las columnas que marchaban hacia Madrid, denunció las matanzas indiscriminadas de heridos y prisioneros. Alarmado, llegó a escribir que lo que estaba costando entrar en Madrid 'es castigo por los crímenes incesantes que se están cometiendo de nuestra parte'. Envió las denuncias al círculo de Franco, al Cuerpo Jurídico Militar e incluso al propio Varela. Antes o después todos, hasta el mismísimo Yagüe, dijeron compartir sus criterios cristianos. Pero la matanza ya estaba hecha».

El historiador Espinosa, cuyas opiniones por supuesto no constituyen dogma de fe, tiene claro qué hacer con su estatua isleña: «¿A qué viene pues tanta duda sobre el monumento a Varela? -inquiere-. Fue un traidor al juramento de lealtad que dio a la República, se situó fuera de la ley desde que se sublevó y como uno más de la cúpula golpista y jefe de la segunda fase de la marcha hacia Madrid fue responsable de la desaparición de miles de personas inocentes. No parece que un individuo con este curriculum, por muy querido que sea por familiares, admiradores y biógrafos, merezca ocupar uno de esos espacios que las sociedades democráticas suelen dejar para las personas que merecen reconocimiento y constituyen ejemplo a seguir».

La historia no conviene olvidarla, de ahí que nadie en su sano juicio se plantee al día de hoy el albur de destruir ni ese ni otros monumentos del panteón franquista. Pero su mejor destino, sin duda, sería el de los museos y no el de las plazas públicas.

Por cierto que no vendría mal un debate de esta índole sobre qué hacer en Cádiz con dos de sus mayores hijos: Manuel de Falla y Fermín Salvochea. Comprendo que ambos no tienen en su pedigrí haber combatido a Abd-el-krim, pero no vendría mal mantener viva la memoria respectiva de su belleza y de su utopía.