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La guerra silenciosa de Tíbet

El 7 de octubre de 1950, ochenta mil hombres pertenecientes a los 18 y 62 Ejércitos Chinos cruzaron la frontera oriental de Tíbet y atacaron al reducido y mal armado pero valiente ejército tibetano. A pesar de la tenaz resistencia, la desigual lucha no pudo impedir que la China comunista dominara Tíbet en una guerra tan silenciosa como silenciada por las grandes potencias en un momento donde el interés mundial se centraba en la guerra de Corea. El ejército tibetano débilmente reforzado con armas ya antiguas de la I Guerra Mundial, estaba comandado por dos generalísimos, uno monje y el otro noble, que nada sabían de milicia. Tras ellos estaban los depones, una especie de coroneles que eran profesionales ajenos al ejército y que usaban el transitorio cargo militar para acceder a otras instancias. Bajo las órdenes de los depones estaban los repones, que mandaban unidades parecidas a batallones, y eran los únicos que tenían algo de preparación militar. La milicia en la religiosa sociedad tibetana de aquella fecha no tenía la más mínima importancia. Lo realmente importante eran las denominadas Tres Cosas Preciosas: Buda, la Doctrina y el Sacerdocio. Hay un proverbio tibetano que dice que «aun sin armas Buda puede derrotar al más grande enemigo». Por eso, cuando la amenaza china se hizo realidad, hubo más plegarias en los numerosos monasterios tibetanos que preparación militar en los escasos y deficientes cuarteles. Los cristianos decimos «a Dios rogando y con el mazo dando».

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La conquista de Tíbet supuso un gran esfuerzo para China, tanto por la bravura de la defensa tibetana, como por la escabrosa geografía del denominado techo del mundo, así como por la ausencia de auténticas vías de comunicación. En marzo de 1959, con motivo de unas revueltas cuyo aniversario coinciden con estos días, el Dalai Lama tuvo que exiliarse en Dharamsala, India, y desde entonces se ha dedicado a peregrinar por el mundo difundiendo la causa tibetana, aunque en mi opinión ha calado más el mensaje místico-espiritualista que el drama político-social del pueblo tibetano que lleva sesenta años bajo el dominio de la China comunista.

El Dalai -palabra de origen mongol que significa vasto como el océano- es la encarnación humana de uno de los dioses de la religión lamaísta, Chenrezi, o Señor de la Misericordia. Religión lamaísta llamada así porque sus monjes-sacerdotes se denominan lamas. El actual Dalai Lama (Tenzin Gyatso) es la decimocuarta encarnación de Chenrezi, por lo que es considerado por el pueblo tibetano un autentico Rey-Dios, aunque ello no impide que tenga una gran afición por los automóviles, cosa que le acerca a muchos de los comunes mortales. Esa característica de Rey-Dios del Dalai Lama le hace ser especialmente codiciado por las autoridades comunistas chinas, porque la conquista de Tíbet no será jamás completa sin la fe de los tibetanos y su símbolo viviente: el Dalai Lama, quien ha ejercido sus funciones con una dignidad que para sí quisieran muchos líderes mundiales. En 1999 se le concedió el Premio Nóbel de la Paz.

Al ser China uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU con derecho de veto, dicho órgano no condenó la ilegítima ocupación de Tíbet, sin embargo ello no impidió que la Asamblea General aprobara tres resoluciones entre 1959 y 1965 condenando las violaciones de los derechos humanos de la China comunista en Tíbet, y requiriéndole que respetara esos derechos, incluyendo el derecho de Tíbet a libre determinación.

Cuando Mao y los comunistas llegaron al poder en 1949, prometieron «reunificar la patria», lo que significaba desde su punto de vista poner bajo el control del gobierno central a Xinjiang (las regiones desérticas musulmanas al oeste), Tíbet, Mongolia, Hong Kong, Macao y Taiwán. Sin embargo Mao cometió el desliz de reconocer que cuando alcanzó el poder, la única «deuda externa» que tenían era con Tíbet, por las provisiones de boca requisadas durante la guerra contra la China nacionalista de Chiang Kai-Shek, requisas que en realidad fueron auténticos actos de pillaje, rapiña, tortura, violaciones y crímenes contra la población tibetana. Actualmente, China reivindica Tíbet como propio -país que nunca dominó hasta su invasión en 1950-, apoyándose en un acuerdo chino-británico de 1906, por el que los británicos le reconocían a China «derechos de soberanía» sobre Tíbet, a cambio -cómo no-, del recíproco reconocimiento de derechos comerciales a la Gran Bretaña.

En mi opinión, el título de China sobre Tíbet es jurídicamente inaceptable. De hecho, el comunicado oficial del gobierno de Pekín de 25 de octubre de 1950 justificaba la invasión para liberar a los tibetanos de la opresión de los imperialistas occidentales. Auténtico cuento chino. El caso de Tíbet encuadra perfectamente dentro de los pueblos sometidos por una potencia extranjera, los cuales son sujetos del derecho de libre determinación. Así se afirmó de manera vaga en la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU 1.415 (XV), de 1960; así se reconoció de forma implícita en el artículo 1 de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, adoptados por la Asamblea General en 1966; y así se declaró expresamente en la resolución 2.625 (XXV), de 1970. Esta resolución afirma que «el sometimiento de los pueblos a la subyugación, dominación y explotación extranjeras constituye una violación del principio de libre determinación». Con respecto a Tíbet, la resolución 1.723 (XVI) de la Asamblea General de las ONU «exhorta para que cesen las prácticas que impiden al pueblo tibetano el ejercicio de sus derechos humanos y libertades fundamentales, incluso de su derecho a su libre determinación». La China comunista que se ha opuesto correctamente a la declaración unilateral de independencia de Kosovo, porque el derecho a la secesión como expresión del derecho de autodeterminación no está amparado por ninguna norma jurídica internacional, sin embargo, esa misma China ocupa, somete y domina ilegítimamente Tíbet contraviniendo el derecho internacional. Es un caso evidente del dicho «justicia, Señor, pero por mi casa no».