TRIBUNA

De símbolos, instituciones y fuegos otoñales

En esta España que, según los unos, los otros desmembran y, según los otros, los unos incendian, nunca fueron tan flagrantes los otoños democráticos, ni nunca como ahora las altas temperaturas dejaron tan al descubierto el ramplón maquiavelismo de los dirigentes políticos de toda bandería. Quizás sea cosa del cambio climático, al que ya hay quien también le achaca el calentón del euríbor. Porque, pasado el ínterin estival, donde la burda viñeta de los príncipes no parecía preludiar esta subida incesante del mercurio, nos topamos en la vuelta al curso con las llamaradas antimonárquicas. Al margen de fracturas o no de la legalidad, ambos incidentes aislados no merecen tanto desvelo mediático, porque ni uno ni otro son extraordinarios: por fuegos fatuos como aquel y por rechazos como éstos de la corona está jalonada la historia de las monarquías europeas. Pero en mantener estas ascuas encendidas hay ganancia política, y mucha más si a ellas se arrima el cabo de otras mechas ya prendidas, como el órdago de Ibarrexte con el referéndum ilegal de autodeterminación o las actuaciones de Garzón contra la cúpula de HB.

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Los embates contra la Zarzuela, por muy aislados que sean, perfilan magistralmente la imagen de la España hecha añicos que con tanto primor vienen diseñando desde hace tiempo los dirigentes de PP y las soflamas de la Cope. ¿Cuántas veces se ha roto ya España en estos años de gobierno socialista! La ley del matrimonio entre homosexuales, la invasión migratoria, la tregua con ETA, el Estatut catalán, la asignatura Educación para la Ciudadanía Esta visión apocalíptica del PP, bendecida por la Iglesia, no ha logrado por fortuna cuajar, a pesar de esfuerzos bien denodados, pero, como un ritornello machacón, horada una y otra vez el sosiego de los españoles, y cuando uno cree ya romos determinados dardos, como el de la tregua con los terroristas, de nuevo se preparan las piedras aguzaderas y las puntas recobran el brillo de entonces. En las actuales circunstancias hay quienes vislumbran an-churoso el ca-mino de la oposición hacia las próximas elecciones. Por de pronto, el PP no pierde comba y, al margen de alguna que otra zarandaja (como pretender amparar a la monarquía con una letra ad hoc en el himno nacional), saca brillo a sus más ro-bustos arietes y calcula con precisión la hondura de la brecha. De ahí la campaña de orgullo nacional promovida por Nuevas Generaciones para el día 12 de octubre con el lema Nuestro orgullo, nuestra casa, nuestra gente, nuestra nación, somos España. Más combustible para el nacionalismo, cuya respuesta está garantizada casi de oficio. Así las cosas, Zapatero ha de lidiar en varios frentes, pues, además de la flamígera oposición popular, también enarbolan teas contra él los nacionalistas vascos y catalanes. Ante un frente tan amplio, donde ya no cabe hablar de simples escaramuzas, le conviene diseñar cuanto antes un cortafuegos eficaz que mantenga inoperantes los nefastos augurios, en especial la consigna de que aquellos polvos trajeron estos lodos. Sería bueno para sus votantes que mudara esa imagen que aflora de cuando en cuando de presidente simpático y desenfadado, pero algo ayuno de contundencia verbal cuando lo exigen los hechos, porque nada hay más desalentador en tiempos revueltos.

Si reir la gracia (que no tiene) al vídeo de las juventudes socialistas en que se ridiculiza a los seguidores del PP es una torpe ostentación de infantilismo, minimizar las embestidas contra el rey en quien hace gala de republicanismo es mostrar un flanco desguarnecido en un país en el que gran parte de la sociedad siente afecto manifiesto por los monarcas. Por otra parte, tampoco convencen las incursiones forzadas en terrenos que históricamente el PSOE ha transitado poco, como los apóstrofes solemnes a la nación y los abrazos extemporáneos a la bandera, no sea que a la postre también acabe atrapado, como el PP, en idéntico ensimismamiento: «Qué es España? dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul / ¿Qué es España? ¿Y tú me lo preguntas? / España soy yo.» Y perdóneme el difunto Bécquer este repentino hurto y manoseo de sus versos.