Uno de los buques de Brittany Ferries
Uno de los buques de Brittany Ferries

Tres días en una ciudad flotante en el Cantábrico

El Ferry es un símbolo de Santander. Tiene diez cubiertas, dos salas de cine, restaurantes y un escenario. Su destino es Portsmouth

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En la mesa del fondo han cantado bingo. Tienen dos pintas a medias sobre la mesa y, para celebrarlo, uno de ellos ya camina hacia la barra. Shonna Damms aparece sentada en un taburete en mitad de la pista. Arranca con Elton John con la voz suave, de media mañana. Cuando empieza a explicar lo importante que es para ella la siguiente canción, por las cristaleras de «Le grand pavois», el bar de la cubierta octava, ya pueden verse los acantilados de Dover. Alguien debería gritar «tierra».

Dice Daniel, empleado de la compañía, que «el viaje es la experiencia». Que eso, más allá de comodidades, de ausencias en los límites de equipaje o de llevarte el coche «en la mochila», es lo que distingue al Ferry.

A ese símbolo de postal de Santander. Porque el barco de casco blanco es una estampa de catálogo pasando por Mouro. Es un clásico en Instagram surcando la Bahía. Un acompañante del aperitivo desde las terrazas de Cachavas. Rutina de la ciudad, pero desconocida por dentro y con acento de fuera. De eso se trata.

« Brittany Ferries. Les deseamos una agradable travesía», puede leerse en las pantallas que ven los conductores antes de llegar a la proa, que se abre como una boca enorme. Por allí embarcan. Primero los que llevan mascotas. Luego, el resto. Coches, motos, camiones... Y muchas caravanas. Acceden a los garajes, en las plantas dos, tres y cuatro.

Desde 2004

Entrada del ferry Pont Aven en la bahía de Santander
Entrada del ferry Pont Aven en la bahía de Santander

El Pont Aven –su primera escala en Santander fue el 25 de marzo de 2004– tiene diez cubiertas en total conectadas por escaleras y ascensores. Una ciudad flotante en miniatura de 185 metros de largo y con capacidad para 2.400 personas (y 650 vehículos). Cruzar la pasarela de la Estación Marítima de la capital cántabra coloca al viajero a pie en la sexta altura y en el horario inglés. A bordo siempre es una hora menos. «Welcome».

Allí mismo, en la sexta, cerca de la recepción y entre los los largos pasillos de camarotes, están los cines. Hay dos salas (48 y 42 plazas) con títulos en versión original a unos nueve euros la entrada para adultos y siete para niños (todos los precios se ofrecen en libras o euros y, de hecho, hay una oficina de cambio a bordo). En las primeras horas de travesía, unos curiosean y otros buscan donde relajarse. Hacen tiempo para subir a la séptima. Hora de comer.

Los viajeros pueden llevar su coche a bordo y no tienen límite de equipaje

En «Le fastnet bar» hay botellas de champagne sobre la barra. Ese toque de la Bretaña -la compañía es de origen francés- planea sobre este lugar mezclado con las notas de un piano blanco que hace sonar un cliente (se ha animado a salir, pero a bordo viaja un pianista que toca a diferentes horas). Es el acento de la tripulación o el estilo de cocina, pero también la decoración. Los cuadros de Micheau-Vernez se mezclan con porcelanas y diseños en el pasillo que conduce a «Le flora», el restaurante más selecto del Pont Aven. Al otro lado de esta cubierta está «La belle Angele», que hace las veces de comedor –más asequible– con servicio de «self-service» y un menú que cambia a diario.

Hay, incluso, una cafetería en la que pueden comprarse bocadillos y aperitivos «Le cafe du festival», junto a la zona de juegos infantiles y el «drivers club», un espacio destinado a los conductores de camiones que viajan a bordo, pero abre durante la temporada alta (lo mismo que la piscina). Comer mirando al mar.

Se trata de poder elegir. Por gustos y hasta por economía. Y esas opciones también existen a la hora de buscar un sitio para dormir. Desde los camarotes «Commodore», con terraza, servicio de desayuno, salón privado y bautizados individualmente con nombres de artistas –uno puede dormir en el Charles Laval– hasta el salón de butacas reclinables con baño compartido de la novena.

Para todas las economías

Un viaje hasta Portsmouth desde Santander para dos personas con autocaravana en el garaje y camarote de lujo exterior con cuatro camas puede salir por unos 900 euros. Ese mismo día, un pasajero individual sin vehículo y únicamente con asiento reservado no pagará más de 142. Dos combinaciones reales para partir mañana mismo. Y entre los dos precios, cientos de opciones.

Comer, dormir y entretenerse. La tienda está en la cubierta octava. Un poco de todo. Algo de ropa, artículos de viaje, chocolates, tabacos y bebidas. Y mucho souvenir. No faltan galletas de mantequilla «du Pont-Aven» ni sobrecitos de té en una caja con la foto de «Su graciosa majestad». Zona de tratamientos de belleza, un pequeño casino de máquinas de azar, una sala de juegos recreativos... Para matar el tiempo antes de la noche, en la que el escenario del bar principal -con dos plantas- cobra protagonismo tras la cena. Punto de encuentro.

Ese el recorrido interno, pero falta el otro. El de la brisa marina y la sensación hipnótica de mirar el océano. En lo alto de la cubierta diez -allí hay un área reservada para las mascotas- o junto a la bandera francesa de la proa. Dando el giro completo al buque por el exterior de la sexta, madrugando para ver amanecer, en mitad de la pista de aterrizaje para helicópteros de la novena o curioseando por el ojo de buey que se asoma al mástil de la proa.

Hasta tratando de buscar delfines. «El Ferry es uno de los mejores sitios para verlos. Para ver ballenas puedes necesitar unos prismáticos, pero los delfines se acercan mucho», explica Paul Burley, de Orca, desde el Puente de Mando. Allí, donde el capitán Giles Quere prepara ya la maniobra de aproximación cuando suena la canción de Elton John en «Le grand pavois».

Cuando los pasajeros juegan a encontrar la torre Spinnaker o el Palacio de La Magdalena. Portsmouth o Santander, ida y vuelta. Símbolos. Destinos. Desde aquí se ven distinto.

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