«Con 14 años salía con un chico de 24, con el que después me casé. Hoy eso se consideraría pederastia»

La escritora sevillana publica «Desde el más acá», cinco monólogos con personas fallecidas, entre ellas el que fuera concejal Adolfo Cuéllar

Regla Contreras en el salón de su casa, en el barrio de Los Remedios Raúl Doblado
María Jesús Pereira

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La escritora Regla Contreras (Chipiona, 1939) acaba de publicar su tercer libro, «Desde el más acá» , con la editorial Samarcanda, en la que mantiene cinco monólogos con personas fallecidas, entre ellas su primo Adolfo Cuéllar, quien fuera un prestigioso abogado y concejal de IU . Criada en el seno de una familia burguesa, Contreras quedó impresionada por los contrastes de esta ciudad. La casa señorial en la que vivía estaba en frente de un palacio, pero lindaba con un corral de vecinos. Supo desde pequeña que había dos sevillas: una que enterraba a sus hijos con lujosos coches fúnebres y otra que se ponía sólo un brazalete negro. Aquello fue lo que encendió su vocación como escritora... y desde que lo hizo no paró de escribir, posicionándose frente a una sociedad en la que, como ella dice, «a los soldados se les suponía la valentía, y a las mujeres, que éramos tontas».

Usted nació en el seno de una familia burguesa de Sevilla, en la que su madre era franquista y su padre republicano. ¿Cómo vivió aquello?

En mi casa había una dualidad muy grande. Mi madre era de derechas, franquista, monárquica y muy católica. Mi padre era liberal, republicano y su hermano Isacio había sido alcalde de Sevilla durante la República. Mi padre solía decir que era cristiano porque se había bautizado, pero que si lo fuera de verdad tendría que compartir su casa con los vecinos de la casa de al lado, que era un corral de vecinos donde se vivía muy estrechamente. La dualidad no sólo era ideológica, sino que mis padres eran físicamente muy diferentes. Mi madre era muy alta y mi padre era bajito. Era un matrimonio desigual, incluso tenían incompatibilidad sanguínea, algo que entonces nadie se daba cuenta. De hecho, se les murió un hijo con lo que llamaban la enfermedad del niño azul.

¿Ese matrimonio era bien avenido?

No lo sé, pero sus hijos fuimos niños que quisimos buscar el centro. Dicen los entendidos que cuando los opuestos se concilian nace la sinergia y nosotros fuimos sinérgicos. Mi padre era muy del Betis, del cine, del teatro... porque aunque su profesión era ingeniero industrial, si le sacaban sangre de las venas, era poeta, artista, fotógrafo... Al ser de ideas republicanas y su hermano haber sido un alcalde republicano de Sevilla (Isacio Contreras), tenía que tener mucho cuidado con lo que escribía. Mi madre era la clásica ama de casa con mucha gente a su servicio. Los matrimonios no eran como los de ahora. Los hijos pasábamos poco tiempo con nuestros padres porque estábamos con las tatas o las señoritas de compañías. Los veíamos pocas veces, salvo cuando comíamos. Mi madre estaba jugando al ajedrez con las amigas, en la iglesia.. y los niños estábamos con las tatas o las señoritas de compañía.

¿Eso le marcó?

Sí, a mí me marcó mi infancia. Yo vivía en la calle Castelar, donde había muchas casas muy buenas, señoriales. De hecho, nosotros vivíamos enfrente del palacio de los marqueses de Castilleja del Campo pero lindando con nuestra casa había un corral de vecinos, donde vivía la Sevilla más pobre que podemos imaginar. Yo viví ese contraste, que me ponía los pies en la tierra. Cuando yo veía a esos niños del corral del vecinos jugar en la Plaza de Molviedro, le preguntaba a mi madre de forma inocente por qué teníamos nosotros que jugar en un cuarto de juguetes. Ella, que era muy propia, me contestaba: «¿Pero tú con quién te juntas? ¿Tú eres comunista? Tú no puedes jugar ahí. Esas niñas son pobres y juegan ahí porque no tienen espacio en sus casas». Como yo no manejaba dinero, empecé a entender que la diferencia entre los pobres y los ricos no era el dinero, sino el espacio. Además, cuando moría alguien en el palacio de los marques de Castilla, frente a mi casa, los carruajes fúnebres eran de un lujo impresionante. Cada vez que moría un niño en el corral de vecino era terrible, muy triste, pero allí las personas no tenían grandes funerales, únicamente se ponían un brazalete negro, eso era todo. Concluí que los ricos tenían espacio y los pobres no, y que los ricos tenían funerales buenos y los pobres un brazalete negro.

Una gran contraste: un corral de vecinos frente a un palacio.

Cuando crecí supe que cada familia del corral de vecinos vivía en una habitación muy pequeña, donde hacían de todo. Mi dormitorio lindaba con la casa de vecinos y a mí me toco una familia que durante las madrugadas se peleaba mucho. En el silencio de la madrugada, yo oía cosas terribles en esa habitación de al lado porque eran cuatro personas dando gritos: la abuela era borracha, su único hijo varón era también alcohólico y vago, su hija era prostituta y se había quedado embarazada de un señorito del barrio, la hija de la prostituta tenía 10 años y lloraba y lloraba. Eso ocurría todas las noches, pero no podía contárselo a nadie porque nada de lo que escuchaba existía en mi vocabulario. Una madrugada me puse mala con dolor de apéndice y las tatas avisaron a mi padre que lloraba mucho. Llamaron al doctor Laffón y cuando mis padres oyeron los gritos de la familia del corral de vecinos me preguntaron: ¿Esto lo escuchas todas las noches? Yo les dije que sí y que no podía dormir. Desde entonces tengo insomnio. Duermo como mucho dos o tres horas seguidas. Entonces me cambiaron de habitación pero yo seguía sin dormir, porque aunque yo no escuchara físicamente los gritos, los escuchaba mentalmente. Recuerdo uando murió la prostituta, fue terrible. Yo me preguntaba por qué había tenido la suerte de nacer en esa familia. Pensaba que no me lo merecía por derecho. Era una niña y saqué la conclusión de que a mí me habían sacado de un hospicio y me habían adoptado. Viví con esa idea y por eso era tan sumisa.

Se educó en el colegio de las Irlandesa. ¿Era usted una rebelde en este rebaño?

De fachada era calladita, rompía por dentro, porque viví con el síndrome de la niña adoptada y no me creía con derecho a nada, pensaba que lo mejor era portarme bien para que no me devolvieran al hospicio. Cuando descubrí la escritura dije: «esto es lo mío». Empecé a escribir cuando tenía 6 años. Mi niñera se marchó de la casa porque se casó y para mí fue un trauma porque la quería casi más que a mi madre. Su primer hijo se murió su primer hijo le escribí a escondidas una carta y se la hice llegar. A los pocos días la mujer se presentó en mi casa enseñándole la carta a mis padres, que me buscaban por toda la casa y yo pensando que me querían reñir. Ya mi padre se dio cuenta que yo sería escritora. Yo pasé por el colegio como una niña anodina, buena y santa, aunque por dentro rompía los esquemas. De hecho, no me creía muchas de las cosas que me contaban en Religión. Nos contaban cosas de pena. Yo se los cuento a mis hijos y no me creen. Teníamos una señorita de Religión que nos decía que teníamos que rezar para no pecar mortalmente y para morir en sábado porque ese día la Virgen visita al Purgatorio y se llevaba las almas. Le preguntábamos cómo podíamos pecar mortalmente y nos decían: cometiendo pecados de pureza, pero no nos decían cuáles eran. Recuerdo que una vez un cura nos dijo que había muerto un joven con 14 años y en el funeral, durante la misa, de la caja surgía una voz tenebrosa procedente de los infiernos diciendo: No rezad por mí ni decidme una misa, que estoy condenado, porque era muy bueno pero a última hora cometí un pecado de impureza. Me quedé horrorizada e iba por mi casa con miedo de cometer un pecado de impureza, sin saber a qué se refería. Nos decían también que nosotros habíamos matado a Jesús y que le teníamos que pedir perdón. Yo decía: ¡pero si yo no me acuerdo de haberlo matado! Había tantas contradicciones.

Regla Contreras Raúl Doblado

Usted fue rebelde incluso en su noviazgo con el que después fue su marido. Le costó la expulsión de las Irlandesas.

Éramos contra primos. Empezamos a salir cuando yo tenía 14 años y él, 24. Era tan guapo que se enamoraban de él las mujeres, los hombres, las viejas, los jóvenes... (risas) El día de la Milagrosa, el 27 de noviembre, todo el colegio de las Irlandesas fue en fila india a la iglesia de los jesuitas y él, que pasaba por allí en un taxi, se bajó del coche con una facha impresionante, moreno, alto, con esos ojos azules, me saludó y me dio dos besos en la cara. Aquello fue un escándalo. Era la Sevilla del año 55, sin móviles, pero inmediatamente eso llegó a oídos de las monjas y de mis padres. Yo acababa de cumplir 15 años. Mis padres me esperaban en el salón de casa, que era el salón de las riñas, para comunicarme que me habían expulsado del colegio porque había provocado el escándalo más grande en la vida del colegio. Con 15 años me quedé en casa y ya no volví a ningún colegio, pero no me aburrí porque yo no he conocido el aburrimiento nunca. En ese tiempo me cultivé gracias a la gran biblioteca que tenía mi padre, incluidos libros prohibidos de la época. Mientras mis compañeras seguían con el Catecismo de Ripalda, que se recitaba de memoria, de pie y con las manos detrás, yo me metía en la biblioteca de mi padre y me empapé «Historia de los heterodoxos españoles» de Menéndez y Pelayo. Entonces me dije: «Anda, si resulta que yo soy heterodoxa» (risas). A mí me espabilaron mucho los libros prohibidos porque eran de una sabiduría impresionante, tales como el «Ramayana», donde me descubrieron el origen del Universo de una manera totalmente diferente; todas las novelas de García Lorca...

Dice que con 14 años comenzó una relación amorosa con un hombre de 24. Hoy en día esa relación se consideraría pederastia.

Totalmente. Me casé con 18 años, tres años después de que me echaran del colegio. Él era muy alto y yo, muy bajita y menuda. Parecíamos padre e hija. De casados, en el viaje de novios, a él le pusieron una multa porque me dio un beso y no se creían que fuera su mujer. Decía que era su esposa y, como no tenía el libro de familia a mano, pues no podía demostrarlo.

¿Se arrepiente de no haber estudiado una carrera universitaria, para la que, según Ignacio Darnaude, estaba sobradamente dotada?

No me puedo arrepentir porque no fue una decisión mía. Fue una decisión de la sociedad de entonces porque por ser niñas, de entrada, éramos tontas y no podíamos estudiar. A un soldado se le supone el valor, aunque después no lo tuviera que demostrar; a nosotras, por ser mujer, se nos suponía tontas. ¿Por qué a mis hermanos los mandaban a la Universidad y a nosotras no? Me hubiera gustado estudiar Filosofía, Física cuántica, Psiquiatría, Literatura....

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