Reloj de arena

Manuel Garrido: Un filósofo por sevillanas

De una simple reunión o tertulia, te sacaba una soleá que luego te la regalaba escrita en una servilleta

Manuel Garrido, autor de una de las letras más conocidas de las sevillanas, «Pasa la vida» Archivo personal Pepe Camacho

Félix Machuca

Resulta imposible imaginarse a Séneca o a Marco Aurelio escribiendo, sobre un papiro, las letras hondas y reflexivas de unas sevillanas. Tuvieron que pasar más de dos mil años para que este inaudito acontecimiento, anunciado en las estrellas, se cumplimentara por mano de un filósofo popular.

En el cielo estaba escrito que semejante tarea recaería sobre un hombre normal y corriente , empleado de banca, nacido en Morón y con una sensibilidad especial para contarnos cómo pasa la vida y cómo se muere algo en el alma cuando un amigo se va. Hay por ahí muchos chispazos que derraman humor o lisuras firmadas por uno de los autores preferidos del maestro Rafael de León.

Joyas como incunables guardadas lejos del destino efímero de los papeles del servilletero y que en cajas de recuerdos, junto a fotos descoloridas y recortes de periódicos , atesoran los más cercanos a su trato.

Apunten en esa lista a Ana del Río y tertulianos de su onda como Ángel Vela, Manolo Melado , Ángel Bautista y Antonio Casas. Tanto para la gran Ana del Río o Pepe Camacho en su pub Califa, como para los contertulios citados, que se reunían, con frecuencia en Cuore, Aquela, el antiguo Ancla y la Arboreá, Manolo Garrido siempre prodigaba ese chispazo arrebatado y eléctrico de su producción.

Para hacerlo mortal, los dioses le dieron una mano de oro y una boca mal amueblada . Ana del Río recuerda que, en una feria, no llegó a reconocerlo sentado en el balcón de su caseta, como lo hacía El Pali, perfectamente trajeado, son su sombrero de ala ancha. Y no porque pecara don Manuel de torpe aliño indumentario, sino porque en su boca faltaban los jazmines del mascar y Vitaldent aún no existía. Pero aquella boca era tan ingeniosa como el don de su mano y cuando hablaba lo hacía caudalosamente, como si fuera un afluente amazónico.

Durante la presentación en el Álvarez Quintero de «Coplas que van y que vienen» , Manolo Garrido salió al escenario y lo hizo suyo. Las coplas iban y venían, pero él no acababa con su intervención, haciéndola tan larga como hacía sus finales Antonio Molina. El maestro Solano, que era el autor de la música de aquel disco, salió al escenario casi de puntillas y se lo llevó. El público rompió en aplausos y risas, por la manera tan castiza de acortar lo que se estaba yendo de hora.

«En muchas tertulias solía escribir en servilletas chispazos por soleá que traducían el clímax de la reunión para regalárselas a los contertulios»

Pulcro, respetuoso, amable, socarrón y temperamental cuando la ocasión lo requería, el hombre que vestía impolutos trajes y se hizo amigo de la capa española, alcanzó el cielo de su composición poética con unas letras que son un manual de filosofía estoica. Supo meter el mar en un agujero. Y ese talento lo llevaba puesto.

Tan sobresaliente tema como «Pasa la vida» le llegó de la mano de Romero Sanjuán , autor de la música, y Pepe Vela, que por entonces formaban el Dúo Altozano. Se reunieron en la Barzola, en casa del poeta, se la tocaron a la guitarra y desde que escuchó los primeros toques, los ojos se le encendieron como si entendiera que lo que tantos años había estado esperando por él, le llegaba en ese preciso momento. Garrido volcó el sonido de la guitarra en cifras matemáticas que, posteriormente, tradujo a palabras.

No tardó más de una semana en componer la letra. Cuando Romero Sanjuán y Pepe Vela la escucharon, entendieron que algo grande, muy grande acababa de nacer . Era la primera vez que la filosofía podía estudiarse en un tablao, con guitarras y bailando. Y era tan potente y redondo el tema que ninguna de las infinitas versiones que se registraron, pudo hacerle el más mínimo daño. Hasta un Papa polaco muy rociero se dejó cautivar por tan bendita composición.

Declarado lector de Rafael de León, Gustavo Adolfo Bécquer y Manuel Machado , dejó escrito sainetes para cien teatros, formó parte del cuadro de actores de Radio Sevilla y se volvía loco por los dulces. Fumaba dos paquetes al día y nos dejó con edad de pirámide egipcia, más allá de los noventa y pico de años. Cuando murió Chanquete, el verano azul de la infancia descubrió el negral de la pena cuando un amigo se va.

Esa sevillana sonó en el último episodio de la serie, como un gorigori por sevillanas . Muchas de sus poesías deberían estudiarse en los colegios y facultades humanistas. Porque muy pocos como él pudieron explicarnos el mundo de una forma tan profunda como simple.

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