Oscars 2020

Motivos para odiar a Quentin Tarantino, el Gran Hacedor de pastiches que se convirtió en el Dios de Hollywood

El cineasta opta con «Érase una vez en Hollywood» a diez Oscar. El mito creado en torno a su figura es tan grande como su talento... y su ego

Premios Oscar 2020: Hollywood se rinde a Parásitos

Quentin Tarantino y Harvey Weinstein antes de que el productor fuera el apestado de Hollywood
Fernando Muñoz

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Es tan difícil hablar mal de Tarantino como encontrar a alguien que esta noche vea los Oscar 2020 con gafas de pasta que no recite los diálogos de Pulp Fiction con fascinación. El cineasta de la posmodernidad, del pastiche cultural y del mezclado y agitado de referencias visuales es un icono tan ecléctico como sus adeptos. Ahí le siguen tanto el cultureta fascinado por el arranque de Reservoir Dogs como el paseante de centro comercial y tarde en el multicine que babea con la violencia de Kill Bill o Django desencadenado .

Y antes de que los guardianes del hermano Tarantino reciten el versículo de Ezequiel, 25:17 , y su ira caiga sobre el apóstata de este Yahveh del celuloide, una disculpa: nadie puede reprochar nada a un creador capaz de construir una filmografía de nueve títulos tan personales como icónicos, reconocibles al primer vistazo, y con la audacia de aglutinar a toda clase de públicos, un hito en tiempos de remakes y superhéroes. Excusatio non petita ... O, en palabras del de Knoxville: «Primero las respuestas, después las preguntas».

Porque aquí estamos en el «No» a Tarantino. Una negación que no lo es tanto a su cine como a su figura, elevada a los altares por los fans y culminada a golpe de bótox. ¿Acaso no es Tarantino el símbolo de ese Hollywood en el que con tanta equidistancia se ha manejado? Él, que pasó de la oscuridad de la sala de atrás del videoclub que le pagó sus primeras cervezas a bañarse en champán en las fiestas de su productor Harvey Weinstein (inolvidable esa foto de ambos de fiesta en los Oscar ). Que soñaba con ser actor y que, después de pagar Reservoir Dogs con el dinero de la venta de su primer guion (Amor a quemarropa, a Tony Scott), y de ganar la Palma de Oro de Cannes con Pulp Fiction en 1994, terminó por encontrar su voz como director. Creó su propio personaje como creador de historias salvajes y sangrientas , aunque, dicen, en el set de rodaje es más bien tibio y apenas da unas instrucciones amables como de quien pasa por allí.

Al final, y no es poco, la magia de Tarantino ha sido concretar en pantalla las referencias que mamó del videoclub -«discutir con los clientes era más productivo que la escuela de cine», dijo- y que bailan entre Houston, Kubrick, Hitchcock, Scorsese, Godard, Leone , la serie B, el Blaxplotation , las artes marciales... Y por supuesto, el Pulp , esas revistas de a centavo y consumo masivo de principios del siglo XX. Una fusión tan explosiva y, a priori cochambrosa, como echar kétchup al pulpo. Algo que solo se le puede perdonar a alguien que se aproxima bastante a eso de ser un genio. « Mi técnica es sencilla: tomo viejas historias, me recreo en ellas y las ofrezco al público con salsa picante », contó en Blanco y negro en 1994.

Esa mirada desacralizada e irónica hacia los clásicos, la verborrea de unos personajes siempre dispuestos para la escabechina de vísceras y salsa de tomate, termina por ser un festival de homenajes y referencias para esos «tontos del cool» , que diría el maestro, que prefieren escudriñar los tics del director a disfrutar del viaje.

Su décima película

En los noventa, Quentin Tarantino era el exponente de la Generación X, el «enfant terrible» de un Hollywood al que conmocionó con «Reservoir Dogs» y de un festival de Cannes al que sacó el dedo al recoger la Palma de oro por «Pulp Fiction». Ahora, camino de las tres décadas del debut, no es más que el anverso de lo que siempre criticó y que tanto parecía anhelar. Una estrella entre las estrellas. Fagocitado por el «establishment» al que reúne en la mansión de Los Ángeles que compró en 1996 con lo que ganó de sus dos primeras películas, Tarantino es el mejor exponente del Hollywood actual : crítico con el sistema pero siempre al abrigo de los estudios, el andamiaje con aura de «autor» que las «majors» necesitan para apuntalar su millonario negocio.

Como a Tarantino le gustan tanto los pastiches, las copias, las influencias, las repeticiones... No hay nada que hoy represente más todo eso que un «meme». Y él fue convertido en uno tras la portada de «Esquire» en la que salía poniendo morritos cual quinceañero en Instagram mientras Brad Pitt y Leonardo DiCaprio lo escoltaban. Un amor propio que es como la chimenea que hay que alimentar cuando aparecen los rescoldos. Y aunque el fuego de su cine no se ha apagado jamás , él lleva años anunciando cual predicador que el fin del mundo -de su mundo, su cine- llegará con la décima película de su filmografía. «Después me veo escribiendo libros o teatro», dice, como si fueran cosas menores. Y para seguir en el candelero de las revistas que devoraba en la trastienda del videoclub, cada poco anuncia que hará una serie de sus películas -lo hizo con «Los odiosos ocho», «Django desencadenado» y ahora con «Érase una vez en... Hollywood»- o que hará una versión de «Star Trek». Pero todo son chispazos que no terminan de prender, promesas de proyectos con los que ocupar titulares.

Porque como escribió T. S. Eliot en «Los hombres huecos», el mundo no se acaba con un estallido sino con un sollozo. Y antes del «boom» final («la última película de Tarantino», para negocio de los productores), lo único seguro es que después de la décima llegará la undécima.

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