Rutger Hauer: Como lágrimas en la lluvia

El actor, que pasó a la historia por su trabajo en «Blade Runner», convenció a Ridley Scott para que le dejara recitar un discurso que terminó siendo parte de la historia del cine

Rutger Hauer, en una secuencia de «Blade Runner» ABC/ Vídeo: ATLAS
Juan Manuel de Prada

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La secuencia de «Blade Runner» ha ingresado en la mitología cinematográfica. Rutger Hauer encarna a Roy Batty, un replicante con fecha de caducidad que, en pleno rapto de furia, se dispone a dar matarile a su perseguidor, el detective Deckard, interpretado por Harrison Ford , sobre las azoteas de una ciudad apocalíptica, arrasada por la lluvia ácida y la propaganda de neón. Rutger Hauer, que acaba de atrapar una aterida paloma y de cobijarla en su pecho, acaricia su plumaje mientras contempla los esfuerzos desesperados e inútiles de su enemigo por salvarse; pero, justo entonces, siente el frío hálito de la muerte infiltrándose en sus venas y decide perdonarle la vida. Se sienta, desfalleciente, sobre el tejado y recita las bellezas irrepetibles que han desfilado ante sus retinas. «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir», concluye, con alivio e impotencia, y doblega el cuello, mientras la paloma que resguardaba entre sus manos vuela hacia lo alto, como un alma ebria de luz.

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Rutger Hauer

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Con esta secuencia tan desaforadamente bella, Rutger Hauer aseguró su inmortalidad. En el guión original, el parlamento fúnebre de Roy Batty era mucho más prolijo y tedioso; pero Hauer convenció a Ridley Scott para que le dejara recitar en su lugar unas pocas frases que él mismo había escrito la noche anterior, en un ramalazo de inspiración poética. Rutger Hauer tenía algo de poeta salvaje y turbulento, tenía la delicada ferocidad de un león que ha escapado de todas las jaulas y ha mordido todas las carnes, tenía una elegancia animal que brillaba como un cuchillo en su mirada, de un azul casi ártico, y en su melena como un río de oro, y en sonrisa de labios sensuales, que a veces parecía un mohín irónico y a veces una mueca lasciva. Rutger Hauer tenía una belleza amedrentadora, como de dios (o demonio) pagano; pero también un alma ancha, millonaria de secretas delicadezas, que sólo mostraba cuando se apagaban las cámaras y la noche arropaba las confidencias.

Además de aquel replicante mítico de «Blade Runner» , Rutger Hauer completó una galería de personajes memorables, desde sus inicios en Holanda con Paul Verhoeven, (y pasando por el caballero trágico de «Lady Halcón», víctima de una maldición que le impedía consumar su amor con Michelle Pfeiffer), hasta llegar al Andreas de «La leyenda del santo bebedor» (tal vez la mejor película religiosa jamás filmada, con permiso de Dreyer), un mendigo que, entre los estragos de las brumas etílicas, es visitado una y otra vez por el milagro. Por desgracia, Rutger Hauer tuvo que conformarse con interpretar a muchos villanos en bodrios de acción y testosterona; pero era un actorazo de una potencia interpretativa sin igual, capaz de redimir los personajes más ínfimos. Cuando le tocaba hacer de psicópata (pensemos, por ejemplo, en «Los señores del acero» o en «Carretera al infierno»), llenaba cada secuencia de una malignidad turbadora, carnal y ultraterrena a un tiempo. Pero también podía interpretar –como Ermanno Olmi entendió a la perfección— santos de incógnito, porque su rostro era capaz de expresar la «acción interior» del misterio. Rutger Hauer tenía siempre una presencia hipnótica, subrayada además por una voz aterciopelada, que se comía con patatas a todas las estrellitas que le ponían por delante.

Mi veneración por Rutger Hauer, que viene de la juventud enferma de cinefilia, me llevó a imponerlo en el reparto de una adaptación cinematográfica horrorosa que me hicieron de «La tempestad», la novela con la que gané el premio Planeta; y así me hice su amigo (y, desde entonces, le rindo homenajes secretos en muchas de mis novelas, otorgando sus rasgos a alguno de mis personajes, como acabo de hacer con Víctor en «Lucía en la noche»). En cierta ocasión, paseando en su compañía por el paseo Larios de Málaga, salió a nuestro encuentro un mendigo embarullado de harapos que, entre grandes aspavientos y en un inglés surrealista, le declaró su rendida admiración. Rutger Hauer pensó que el mendigo le estaba dorando la píldora para que le diese una limosna rumbosa; pero, cuando se llevó la mano a la cartera, el mendigo se lo impidió, muy digno y solemne: «¡Ni se te ocurra! –le dijo, atragantado por la emoción–. Me has hecho tan feliz con tus películas que... No puedo aceptarlo. De verdad, no puedo».

También a mí me hizo muy feliz con sus películas y su amistad. Ahora, mientras escribo estas líneas, advierto –la naturaleza imita al arte– que Rutger Hauer ha muerto en el mismo año en el que muere el replicante Roy Batty en «Blade Runner». Descansa en paz, querido amigo. Te prometo que aquellos ratos que pasé a tu lado no se perderán como lágrimas en la lluvia.

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