Crítica de 'Quién lo impide': Un ventanal único a la ininteligible adolescencia

'Quién lo impide' tiene algunos inconvenientes y desventajas como película en sala de cine, y la principal es su duración de casi cuatro horas

Fotograma de 'Quién lo impide', de Jonás Trueba
Oti Rodríguez Marchante

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Tras su paso por el Festival de San Sebastián , encuentra su lugar en la cartelera 'Quién lo impide' , que más que una película es un proyecto, un plan, un ensayo en el que ha trabajado Jonás Trueba durante cinco o seis años junto a adolescentes de colegio, de calle, de barrio, que crecen ante la mirada (la cámara) tanto física como personalmente, y que muestran con naturalidad sus capacidades (ganas, talento, frescor) para mostrarse como personas y personajes en una alianza singular entre lo documental y la ficción.

'Quién lo impide' tiene algunos inconvenientes y desventajas como película en sala de cine, y la principal es su duración de casi cuatro horas, que su director ha fraguado en tres tiempos que coinciden (aproximadamente) con los cambios de curso y de estados de ánimo adolescente, con sus 'descansos' internos y pegados a la historia que le permiten al espectador refrescarse. Ese lastre temporal, por otra parte absolutamente necesario y muy ameno, es una minucia si se lo compara con el enorme privilegio que te concede: asomarte a ese terreno vedado, a ese club selecto, de la juventud mientras palpita y modela su transformación entre ilusiones, miedos, precauciones y potencias.

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Quién lo impide

Quién lo impide

La película comienza y termina con esa inestabilidad de presente que nos ha traído la pandemia, y con esos recursos personales y tecnológicos, como el Zoom o la reunión y cariño no presencial que han servido como placebo. Una especie de abre y cierra paréntesis para una edad, entre los 16 y los 20 años, en la que se comparten superpoderes y fragilidades, con el don irrepetible de pensar y actuar con la bula (tan interina, se descubre luego) de ser la nueva generación, de pertenecer a ese clan de audaces, 'inmortales' e ininteligibles que han sido, son y serán sus miembros. Y en ese sentido, ese tubo de ensayo de Jonás Trueba cobra vida en las manos de cualquiera y le permite removerlo y mirar en pasado, en ahora o en luego, y sea en lo tocante al 'yo' o a sus circunstancias (para cualquier padre con hijos de 'nueva generación' es una ventana por la que ver y entender pautas, estéticas y pasiones que entendía y ya no entiende).

Pero lo importante de esta laboriosa obra de Trueba, además de honrar esa idea algo cursi del frecuente retrato generacional, está en el modo en que lo hace, en la verdad que destila esa relación de la cámara con lo que tiene enfrente y detrás, con la leve y lógica incursión del mundo adulto de profesores, familia y equipo de rodaje, y con un ensamble perfecto entre lo que son momentos de documental, giros de guion y materiales de ficción (historietas dentro de la gran historia) y conseguir que todo ello huela a lo mismo, a frescor. Todos los jóvenes actores fueron premiados en el último Festival de San Sebastián, probablemente porque consiguen ese natural encaje entre lo real y lo inventado, entre ellos mismos y sus personajes.

Y conviene sugerir que el tiempo invertido en verla, aunque mucho, se hará corto y entretenido, pues el 'relato' está concebido, filmado y montado para divertir, sentir y redescubrir ese mundo, con momentos de emoción, de arrebato, de risa, de intimidad y de esa lucidez, curiosidad y osadía con las que se entra en tromba a una vida en la que los colores ya no son tan vivos. En lo que a uno respecta, no puede más que agradecerle a Jonás Trueba y a todos los de esta película que le hayan permitido sentarse delante de esa ventana.

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