Crítica de 'Las cartas de amor no existen': El refugio del bar de abajo

El director no es que descubra, reflexione o proponga algún camino nuevo en las cosas del amor, pero sí las trata desde esa potencia y fragilidad masculina tan poco en boga

Imagen de 'Las cartas de amor no existen'
Oti Rodríguez Marchante

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Si uno fuera de dar patadas, con dar solo una saldría un centenar de películas sobre el mal de amores y la infelicidad y calvarios que ello produce. Incluso puede que algunas de ese centenar se parecieran a esta, pero no muchas. 'Las cartas de amor no existen' , título algo más encorbatado que el sencillo original ('Querida Léa'), tiene varias peculiaridades aunque la más reseñable es que transmite la angustia sin producirla y produce la sensación de comedia sin retransmitirla; y hace esto amparada en el rostro de su protagonista, Jonás (Grégory Montel), un tipo hacia la cincuentena y con traza de chubascos y contratiempos.

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El guion lo expone a numerosas inclemencias desde un arranque que roza lo ridículo, lleva mal su ruptura con Léa, lleva aún peor sus conflictos profesionales, mantiene la cuerda tensa con su exmujer y suele tomar decisiones tan rápidas como insensatas…, pero tiene un don insospechado en un hombre tan fiel al desastre: todos los sentimientos del mundo, salvo el del ridículo, lo cual crea una especie de conexión con el espectador y, es de suponer, con la espectadora.

Buena parte de la trama se desarrolla en 'el bar de abajo', ese espacio tan nuestro y en el que se suelen encontrar capacidades sorprendentes, como escribir una larga carta de amor-desamor. Y es allí donde toma su lugar en la película un personaje, Mathieu , el barman (todo un género en la historia del cine), un tipo grandote, seriote y con una de esas pachorras que huelen a filosofía. Magnífico el actor Grégory Gadebois , que es la punta de la veleta del corazón de Jonás y de la simpatía de la película.

El director y guionista, Jérôme Bonnell , que ya había apuntado alguna singularidad en el modo de ver las relaciones amorosas en películas como 'El tiempo de los amantes', no es que descubra, reflexione o proponga algún camino nuevo en las cosas del amor, pero sí las trata desde esa potencia y fragilidad masculina tan poco en boga, y recurre para ello a una descarada delicadeza, casi poética, sin renunciar a la gracia atribulada del hombre puesto boca abajo.

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