El mundo y el cine escondidos en el sabor de una cereza

No son buenos tiempos para los directores de cine iraní, que han de compaginar su talento con el del escondite y el trile

Balada triste del cine iraní, por Lucía M. Cabanelas

Fotograma de 'La ley de Teherán'
Oti Rodríguez Marchante

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La historia del cine iraní después de la Revolución Islámica es la historia de un macabro juego del escondite o del muy arriesgado juego del trilero, nada por aquí, nadie por allá…, gran premio en un Festival Internacional. También es la historia de un prestigio cinematográfico labrado con las propias manos de unos cuantos directores, naturalmente Makhmalbaf y Kiarostami , los primeros que asombraron al mundo escondiendo en una cereza los sabores y sinsabores de la sociedad iraní, y los posteriores y combativos Bahman Ghodabi, Jafar Panahi o la sutil y poética Samira Makhmalbaf, o los últimos y ya imparables Asghar Farhadi (dos Oscar, por ‘Nader y Simin’ y ‘El viajante’), Saeed Roustaye o Mohammad Rasoulof, todos ellos perseguidos, arrestados, encarcelados y atiborrados de premios en Berlín, Cannes, Venecia … por sus indeseables películas para el régimen .

Aunque se suele tener una idea preconcebida, un prejuicio, sobre el cine iraní por su narrativa premiosa, su temática diminuta o su tono flemático, la realidad es que, puesto uno a verlo y analizarlo, se descubre que es de una variedad infinita y de una precisión asombrosa en lo emocional y en lo minucioso y claro de su discurso. Una paleta cromática enorme, y que abarca desde las primeras gigantescas miniaturas de Kiarostami, como ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ o ‘A través de los olivos’, hasta ese modelo reciente de thriller de acción que es ‘La Ley de Teherán’, de Saeed Roustaye. O desde ese cine casero, de arresto domiciliario de Jafar Panahi en ‘Esto no es una película’, un siniestro selfie durante su condena, a ese neorrealismo a cámara abierta de Asghar Farhadi en su última gran película, ‘Un héroe’.

Una gran variedad de asuntos, miradas y temáticas pero que suele ser muy permeable a la situación de la mujer y de la infancia, desde aquel emotivo ‘El círculo’, de Panahi, a los niños de Shamira y Hana Makhmalbaf en títulos como ‘La manzana’, ‘La pizarra’ o ‘Buda explotó por vergüenza’, o la reciente ‘El perdón’, de Maryam Moghadam y Behtash Sanaeeha, un trasluz al amasijo de drama, dilemas éticos y rancias tradiciones.

No son buenos tiempos (ni lo han sido, ni probablemente lo serán) para los directores de cine iraní, que han de compaginar su talento con el del escondite y el trile, como el castigado Panahi que ha llegado a sacar de su país una película en un USB y dentro de una tarta. La buena noticia es que tienen demostrado que ese talento cinematográfico no afloja con la asfixia de un cinturón prieto y que sus películas, nada por aquí, nadie por allá, siguen asombrando al mundo.

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