Crítica de «Rodin»: La carne y el exceso de piedra
Retoma ahora la historia Jacques Doillon, un cineasta pétreo y que trabaja el mármol como esencia narrativa, y le otorga otra perspectiva enfocándola obsesivamente en él
Hace treinta años, Auguste Rodin era un rotundo y prelocatis Gérard Depardieu y Camille Claudel lo encarnaba hasta las brasas Isabel Adjani, y la tórrida relación corporal y artística entre ellos la narraba Bruno Nuytten desde la mirada y la agonía de la hermana de Paul Claudel. No era un punto de vista femenino, sino de hembra y trágico. Retoma ahora la historia Jacques Doillon , un cineasta pétreo y que trabaja el mármol como esencia narrativa, y le otorga otra perspectiva enfocándola obsesivamente en él, en la figura de Rodin, que aquí cuenta con la interpretación brava de Vincent Lindon , lo mejor y más agotador de la película. Equilibra, en cierto modo, lo pasional y lo vital de la vida del escultor en su relación asfixiante y compleja con Camille, y la cotidiana con Rose Beuret, interpretadas por dos actrices tan distintas como Izïa Higelin y Séverine Caneele .
Escrupulosa, convulsa, que refleja todas las virtudes y obsesiones artísticas de Rodin, y también sus contradicciones emocionales vertidas en su dilema existencia entre taller y hogar, entre la carne y la piedra. A Doillon le puede el texto, la necesidad de convertir a su personaje en un ser a la vez silencioso y parlanchín, y que transmite tanta lujuria como pesadez, también dudas, fragilidad e inseguridades, reconstruye la época, la luz, la temperatura, la creación y la recreación, pero la sensación es de que aporta poco y no importa mucho más. El esfuerzo de Vincent Lindon detrás de la barba sí es digno de elogio.
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