Crítica de «Temblores»: El inútil combate

«Lo más interesante de la función no es la presunta toma de conciencia del protagonista, sino la presión que ejerce la iglesia evangélica local»

Fotograma de Temblores
Antonio Weinrichter

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Estamos tan acostumbrados al discurso del orgullo gay que sorprende que haya sociedades en donde salir del armario suponga un riesgo de exclusión social: como dice uno de los protagonistas, «esto no es Luxemburgo”, y es tanto un chiste resignado como una definición del mensaje de la película. «Esto» no es Irán sino Guatemala y a la hora de declararse homosexual no te protege ser de familia acomodada, como comprueba el sufrido Pablo, encarnado por un inexpresivo Olyslager.

De inmediato cae sobre él el oprobio de familiares y jefes, le impiden ver a sus hijos, e inicia un proceso de desclasamiento al verse obligado a sumergirse en el mundo «bohemio» de su amante Francisco (Zebadúa le presta la necesaria empatía de la que carece su partenaire), en donde desde luego parece existir mayor tolerancia.

Pero lo más interesante de la función no es la presunta toma de conciencia del protagonista, eso lo vemos ya desde la primera escena, sino la presión que ejerce la iglesia evangélica local a la que parece pertenecer todo el entorno que ha «excomulgado» a Pablo. El curso intensivo de «desmariconización» a que le someten no llega a niveles de «naranjamecánica» pero es una prueba de los extremos a que puede llegar la intervención de una ideología en la moral : algo que, como decía, en otros sitios parece que hemos tenido la fortuna de dejar atrás.

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