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La nueva realidad nacional

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Es bien conocido, en la política y en la vida, que la insistencia del emisor en una reclamación cualquiera amortigua la respuesta del receptor. Cuando una noticia se reitera, la sorpresa desaparece; cuando la exageración es la pauta y se hace rutinaria, cunde el escepticismo; cuando se inflige un dolor reiteradamente, llega la habituación. Viene esto a cuento, es obvio, de la intensidad exorbitante de los debates políticos de esta legislatura, que ha conseguido evidentemente crear un caparazón de incredulidad y tedio en la opinión pública. Unos pocos ejemplos ilustrarán lo que quiero decir. Uno primero: cuando se legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo, se lanzaron anatemas innumerables y se aseguró que con aquel desmán rompedor había periclitado la civilización occidental y se había arruinado para siempre y de forma terminante la secular institución de la familia. Es innecesario decir que los efectos de tan grande terremoto ideológico han durado semanas. Que la familia goza de buena salud, que quienes vociferaban en contra de aquella gran herejía acuden amistosos a las bodas de sus amigos homosexuales y que una minoría de ciudadanos ha visto satisfactoriamente reconocidos sus derechos.

Un segundo ejemplo es el referente al uso de los grandes conceptos en las reformas estatutarias. Cuando se introdujo en el preámbulo del Estatuto de Cataluña la frase puramente descriptiva que afirma que el Parlamento de Cataluña ha definido a ésta como nación, se aseguró que España había saltado por los aires, que nuestros seculares enemigos habían conseguido dinamitar la obra de generaciones, que los antipatriotas habían cumplido el designio de separarnos irremisiblemente en diversos pedazos, que el Estado era ya una entelequia y que la gran fractura reduciría a cenizas todas las ilusiones colectivas. El dislate fue a más: tampoco se aceptó que en el preámbulo del Estatuto de Andalucía se introdujera el concepto de «realidad nacional», y en tal ocasión se hicieron toda clase de argumentaciones semánticas, sin ver que la primera paradoja estaba en la propia Constitución, que jugaba con las etimologías porque insinuaba que nación y nacionalidad no eran exactamente la misma cosa a pesar de su innegable familiaridad fraternal. En cualquier caso, bien poco eco han tenido los augures que presagiaban las terribles conmociones.

En lo que se refiere al llamado proceso de paz, es manifiesta asimismo una sobreactuación de los políticos, que juegan verbalmente con los grandes conceptos sin ver que, estando los principios muy bien afianzados, la sociedad reclama una solución definitiva a un gravísimo problema que hoy ofrece expectativas de poder ser resuelta. Es tan obvio que el Estado no puede ceder a chantaje alguno como que ETA y su entorno han aceptado ya la derrota, por lo que lo inteligente es buscar la vía que haga posible lo más difícil: asegurar el fin definitivo de la violencia sin herir la sensibilidad de la mayoría de las víctimas, sin molestar a la opinión pública, de la manera más rápida y directa posible, y de la forma que mejor permita cerrar las profundas heridas abiertas en la sociedad civil de Euskadi.

Puestos a jugar con las palabras, lo que ha ocurrido en España, aunque algunos no se hayan percatado de ello o no hayan querido aceptarlo, es que la «realidad nacional» ha cambiado. O, si se quiere, ha evolucionado el sentido de la realidad. La antigua sociedad dogmática de antaño se ha teñido de saludabilísimo relativismo, que no es falta de principios sino una mezcla benéfica de tolerancia, escepticismo y cosmopolitismo. Ese cóctel psicológico tiene un efecto lenitivo y pacificador que ha hecho de este país una entidad madura, tranquila, poco amiga del ruido persistente. De donde se deduce que quienes se obstinan todavía en gritar están incurriendo en un perturbador anacronismo.