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Después del tripartito

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El Pacto del Tinell fue firmado en diciembre del 2003 por las fuerzas que formarían el tripartito cuando el PSOE de Zapatero estaba en la oposición y todas las encuestas aseguraban que así seguiría tras las elecciones que deberían celebrarse en marzo de 2004. En aquellas circunstancias, la coalición catalana debía actuar como un ariete de la oposición al Partido Popular, dispuesta a blandir en todo momento la exigencia del nuevo Estatuto, a la que se seguiría negando el Gobierno central.

Aquel planteamiento tenía la ventaja de que la desmesura de las demandas pasaría inadvertida puesto que las exigencias se formularían con la conciencia de que no serían atendidas. Daría lo mismo, en fin, qué Estatuto reclamase el Parlamento catalán puesto que no iba a prosperar en Madrid. Pero las previsiones erraron y Zapatero ganó las elecciones del 14-M. Y se encontró con que en Cataluña se había instalado una dinámica muy radical, difícilmente domeñable.

El resto de la historia es conocida: Zapatero intentó gestionar el proceso estatutario con los mimbres originales hasta que quedó de manifiesto que el extremismo lunático de Carod Rovira y la indigencia intelectual de Pasqual Maragall no iban a proporcionar una carta aceptable para Cataluña. La propuesta surgida finalmente de la cámara catalana fue la constatación de tales evidencias. Y el presidente del Gobierno de España tuvo que realizar un viraje estratégico de mucho mayor alcance que lo que pareció en un primer momento: el cambio de aliado.

La decisión de Zapatero de aliarse con Mas en la cuestión estatutaria tenía necesariamente que repercutir antes o después en todo lo demás. ERC, lógicamente frustrada, se desmarcaría del Estatuto finalmente aprobado y de esta fractura se desprendería la del propio gobierno de la Generalitat.

A partir de ahora, la ruptura producida carga de ciertos matices, evidentemente, el referéndum de junio, pero no constituye más que un paso decisivo hacia la plena normalización del pospujolismo, de la política catalana tras la desaparición del patriarca que la condujo desde la transición y hasta 2003. En el nuevo escenario catalán, no es razonable que el máximo arbitraje corresponda a la minoría radical e independentista cuando es evidente que el proceso político ha de estar alternativamente en manos de CiU y PSC o de ambos en ocasiones excepcionales. Es cierto, en fin, que la expulsión de Esquerra Republicana del tripartito radicalizará a las bases de ERC y las movilizará por el «no» en el referéndum, pero también lo es que el fracaso de la coalición habrá hecho recapacitar a muchos electores desorientados que dieron su sufragio a Esquerra más como una fuerza antisistema (y antiaznar) que como un partido convencional.

En nuestro sistema político, los constituyentes intentaron que los grandes partidos estatales y las minorías periféricas tuvieran que aprender a convivir y a aliarse. Y puesto que el planteamiento no va a cambiar, lo lógico es que las grandes fuerzas turnantes, PP y PSOE tengan como socios a las minorías moderadas y no a las estridentes como ERC que aún conservan rasgos utópicos en su ideario o en su hoja de ruta. Y, en sentido contrario, no es razonable ofrecer a los radicales relaciones de colaboración que, además de otorgarles aparente respetabilidad, desorientan a los electores.

En este sentido, no parece muy difícil de prever lo que va a suceder en el referéndum catalán, donde el «no» parece limitado de antemano por la exigua potencia electoral en Cataluña de PP y ERC. El problema provendrá, más bien, del peligro de una fuerte abstención, que respondería a la irritación de mucha gente que ha asistido al lamentable espectáculo de la elaboración del Estatuto.