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Indolencia económica

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Uno de los logros enunciados, con toda la razón, por los portavoces del Gobierno y del PSOE en el balance de estos dos años transcurridos desde la investidura de Rodríguez Zapatero es el económico. Justo es reconocer que el Ejecutivo ha sabido mantener íntegramente la bonanza heredada y dar continuidad por tanto a un ciclo que arrancó allá por 1995, cuando, en las postrimerías de la etapa González, Pedro Solbes aplicó por primera vez los nuevos e innovadores criterios de ortodoxia económica y rigor presupuestario que llegaban del mundo anglosajón, que se mantuvo boyante durante las dos legislatura del PP de la mano de Rodrigo Rato, y que ha persistido hasta hoy gestionado otra vez por Solbes, quien en el entretanto se curtió en las lides de la Comisión Europea. España ha dado, en fin, un salto gigantesco en estos doce años que ya dura el ciclo largo que felizmente nos abarca todavía. Y es muy probable que esta realidad insólita y en cierto modo sorprendente, consecuencia de los nuevos dogmas que rigen en la macroeconomía desde que periclitaron Keynes y el consenso socialdemócrata anterior, nos haya adocenado y sumido en la indolencia, hasta el extremo de que hayamos olvidado que este crecimiento ininterrumpido, que ha sido capaz incluso de reducir a proporciones manejables un desempleo que llegó a ser socialmente desestabilizador, sólo se mantendrá espontáneamente si se dan las condiciones propicias para ello. Porque hoy, cuanto todavía crecemos a un ritmo superior al 3%, comienzan a cernirse sombras preocupantes que pueden derivar en destructivas tormentas. Algunos de los contratiempos que nos amenazan vienen de fuera y poco o nada podemos hacer para prevenirlos. Pero otros son endógenos y sí, está en nuestra mano corregirlos. Los riesgos principales que nos afectan provienen de los desequilibrios preocupantes en la inflación y la balanza exterior. Las rigideces de nuestro sistema económico están provocando una excesiva inflación estructural que, al no ser corregida mediante decididas acciones liberalizadoras, ha reducido ya muy considerablemente nuestra competitividad: el déficit comercial -diferencia entre importaciones y exportaciones-, creció un 27% en el primer trimestre y el déficit exterior -que incluye operaciones comerciales, servicios, rentas y transferencias-, alcanzó en 2005 los 69.000 millones de euros, el 7,6% del PIB, superior al norteamericano en términos relativos (6,5% del PIB).

Por otra parte, la creciente crisis del Próximo Oriente, ahora agravada con la cuestión iraní, está disparando los precios de la energía, lo que afectará sin duda negativamente al crecimiento económico global al tiempo que fortalecerá la tendencia al alza de los tipos de interés. Este fenómeno puede resultar mortífero para el mercado inmobiliario español, muy recalentado, ya que una subida incontrolada del precio de las hipotecas a interés variable (que son la mayoría), puede provocar fácilmente el estallido de la burbuja, con un incremento precipitado de los fallidos y una caída súbita de los precios. Infortunadamente, las actuaciones públicas -que incluyeron la creación de un Ministerio de la Vivienda-, no han enfriado el mercado: ni han aumentado significativamente las promociones oficiales a precio tasado, ni ha crecido la oferta de viviendas en alquiler, ni se ha logrado abaratar el suelo.

Ocioso es decir que si el mercado de la construcción entrase en crisis, la economía española se abocaría a una dramática recesión. No existe contradicción alguna entre la evidencia de que la espontaneidad mercantil es la causante de la prosperidad.