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Veinte años en Europa

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El ciclo se ha cumplido: en veinte años, aproximadamente el plazo de una generación, España no sólo se ha incorporado plenamente al proyecto político-institucional de construcción europea, sino que ha hecho en ese tracto sus deberes históricos y se ha puesto al paso del Viejo Continente en lo económico y en lo social. De hecho, el mejor augurio que pudieron alentar quienes hace dos décadas firmaron la adhesión a Europa tuvo que ser, precisamente, que pasados apenas veinte años nuestro país ya no necesitase el auxilio ni la solidaridad europea para desenvolverse por sí mismo como una de las grandes potencias mundiales.

El salto español ha sido portentoso. En la década de los ochenta del pasado siglo, España dejó de ser receptor de cooperación internacional para pasar a convertirse en donante. Ello no significaba que hubiéramos alcanzado el nivel de vida europeo: de hecho, nuestro PIB per cápita estaba aún cerca de 30 puntos porcentuales por debajo de la media de los países de las Comunidades Europeas a las que pasamos a pertenecer a primeros de enero de 1986. Ingreso que nos permitió disfrutar de la solidaridad de nuestros socios, que han aportado desde entonces ingentes cantidades de recursos, algo más del 1% del PIB anualmente.

Y ahora, en la primera década del siglo actual, nuestro país dejará asimismo de reclamar y de beneficiarse de los fondos estructurales y de cohesión europeos porque ha alcanzado ya prácticamente el ciento por ciento de la renta media de la UE y, por consiguiente, contribuirá, él también, al desarrollo de los nuevos socios. Estas reflexiones son indispensables para entender el alcance de nuestro recorrido democrático en el contexto internacional. Y, asimismo, para ubicarnos y realizar las más pertinentes previsiones de futuro.

En estas dos décadas, en las que el mundo ha pasado de la bipolaridad a la globalización, el proceso de integración europeo ha experimentado también una evidente evolución, aunque de perfiles poco definidos y cargada de incógnitas ontológicas que han extendido sensaciones pesimistas en los últimos años. Europa tiene que ser la respuesta a los grandes interrogantes que hoy se formulan nuestras sociedades, enfrentadas con los retos de la globalización y con las incógnitas de la mundialización ultraliberal, por lo que es preciso que la idea europea recupere aliento con nuevas perspectivas y estimulada por la participación de las bases sociales en el empeño. El fracaso de la Constitución Europea, rechazada por las muchedumbres en protesta contra un elitismo absurdo, debe ser una lección contundente que marque desde ahora todas las pautas de futuro.

En España, existe una vehemente inclinación europeísta porque todos somos conscientes de que el referente europeo ha sido uno de los ingredientes esenciales del proceso de democratización y, más tarde, del de estabilización de nuestra democracia. De ahí que nuestro país, que ocupa además una ubicación lateral, de potencia media, en el seno de la Unión, pueda desempeñar un papel significativo en la búsqueda de caminos que conduzcan a la síntesis entre los sentimientos de identidad nacional, que son potentes en la Europa actual, y el sentimiento integrador y colectivo de la europeidad. La gran Europa ha de ser la combinación de un poderoso vector integrador y federalizante con la preservación de las raíces culturales de los diversos pueblos. Ambos elementos, hábilmente dosificados, se estimularán recíprocamente y, si se logra la reacción creativa entre ambos, podrán hacer de Europa la potencia emergente que necesitamos, capaz de competir con los viejos y nuevos actores: con Estados Unidos y con los gigantes asiáticos que dentro de poco se colocarán al frente de la humanidad.